miércoles, junio 15, 2011

30 Años de nombrar al Mundo

“El poeta es un solitario inadaptado, lobo hambriento que odia al rebaño, y si hace estragos en el redil no es por hambre, sino porque el lobo ama la libertad, y la soledad le pesa como castigo. Entonces aúlla, espanta y extiende el terror para recordarle al rebaño que existe, que la tierra gira y la vida pasa, que es peligroso dormir sin soñar, y que ahí está él como un centinela de la noche para desatar el terror y limpiar los pecados del mundo con la sangre del Cordero”.
Las palabras de Gonzalo Arango aún resuenan en mi conciencia como una turbulencia reveladora, acosándome, revitalizándome, incitándome desde que decidí adentrarme en este denso territorio de palabras, trazando signos, descifrándolos, nombrando una y otra vez al mundo. De cuando en cuando abandono el Wongnasterio para hostigar al rebaño timorato, para recordarle que “las máscaras podridas/ que dividen al hombre de los hombres,/ al hombre de sí mismo” son ficticias, pero que ellos las construyen para llenar el vacío que los acoge, que los sobrecoge, aunque esa sea su naturaleza.
En verdad que me siento agradecido con la vida por mi linaje, por mis orígenes dinásticos, sobre todo porque tuve un padre que veía al mundo no con la óptica burda y hasta grosera del occidental, sino con la milenaria sabiduría de los ancestros chinos, con la constancia y disciplina que forjan universos y descubren la infinita multiplicidad de las diez mil cosas que integran al Cosmos:   
Mi padre fue un incrédulo rey mago que llegó a nuestro sur siguiendo la otra cara de su estrella.  Vino de mar en mar,  desde una isla donde se entrecruzan terremotos, dinastías y vientos,  y fundó unas colonias de secretas nostalgias y traicionera sal  que absorbieron un día y otro día las ávidas arenas.   
Los versos de la argentina Olga Orozco son exactos para cantar esta insólita raigambre de la que provengo y que desde luego ha marcado mi expresión lírica. Pero también debo decir que tengo una madre chiapaneca quien a pesar de su estatura material, y más ahora disminuidas por la fragilidad de la vejez, supo enseñarme a visualizar que lo más diminuto e imperceptible contiene más relevancia que la ordinaria desmesura. Después supe que esa sensible visión maternal era la misma que está presente en Whitman cuando canta el misterio de la existencia que persiste en una hoja de hierba. O en Sabines, cuando invoca al Amor como el silencio más fino. Comprendí que los poetas descubren la fugaz permanencia de lo eterno, la profundidad fugitiva de lo sacro, los múltiples aspectos de la kratofanía. La piedra sagrada está ahí, develándonos el Nombre, su Nombre:   
Aun la palabra roca no viene de las rocas.  La palabra es más densa que la roca,  resquebraja la roca,  es el cardillo armado, que sabe de su imagen,  el agua enternecida con lo que refleja.   
Eduardo Lizalde lo ha dicho muy bien y por eso lo cito. En estos 30 años he sabido y a veces he padecido a la perfección de los accidentes de la substancia aristotélica, aunque el infaltable Quevedo lo exterioriza de manera más convincente: No sentí resbalar, mudos, los años. Treinta años adentrándome en el laberinto existencial, reencontrándome a veces con mis inicios, entrelazándome a punto de la asfixia. Del oroburus al caduceo he descubierto que la Poesía es terriblemente celosa, melosa: amarga como la miel del libro que degustó Juan de Pathmos a instancias del Ángel. Y esta Revelación me perturba, me empequeñece, me hace enmudecer. El Vibrante Haz Luminoso que desciende durante la Eucaristía me obliga a arrodillarme. Y me sé un simple ser humano atento a la resonancia del Cosmos, tratando de balbucear algunas palabras. Estas palabras. 
El lenguaje prosaico -lo sabemos- con toda su carga lógica, conceptual, se opone al lenguaje poético, que se devela por el ritmo, las imágenes y la multiplicidad de significados simultáneos. Pero también es primordial su dimensión mágica, mítica, sagrada.
Robert Graves me susurra la famosa tríada irlandesa del siglo XIII:   
Es mortal mofarse de un poeta,  amar a un poeta,  ser un poeta.   
(Palabras de Óscar Wong expresadas durante el evento conmemorativo de sus 30 años como poeta, realizado en la sala Adamo Boari del Palacio de Bellas Artes el miércoles 10 de noviembre de 2004 en la Ciudad de México, D. F.).