miércoles, noviembre 30, 2011

EROTICA MÍA

TERRITORIO SONORAMENTE SIGNIFICATIVO



Por Óscar Wong






Desacralizar a la poesía, ahondar en la dimensión lingüística, buscando las posibilidades del lenguaje, partiendo del vínculo estrecho: expresión-contenido-intención-resolución, fue, a mediados del siglo XX, una pretensión y un logro. En este sentido, Fernando Alegría señalaba la clara orfebrería de índole ornamental en la primera etapa de Vicente Huidobro –“de raíz parnasiana y tonalidad romántica”– y el lenguaje cotidiano mezclado de fórmulas pedagógicas y sentencias de pillería popular, que unía obscuridades y claridades en Nicanor Parra.

Esta manera de enfrentar al mundo partía de dos vertientes: 1) el mundo como caos y el hombre víctima de la razón y, 2. la actitud revolucionaria, donde la realidad se mostraba en su complejidad y hondura, por lo que ante el desmoronamiento de la racionalidad establecida, el poeta buscaba redescubrir la cadencia implícita en el lenguaje y apoyarse en las asociaciones de sentido que la escritura postula (Cf. Literatura y revolución, 1971). Es evidente que la Revolución Cubana, así como los procesos sociales en Hispanoamérica –golpes de estado, gorilatos, represión, persecución y encarcelamiento, etc. –, marcó la pauta. La expresión lírica generó ese logos social, que conciliaba la ética y la estética. Literariamente hablando, México continuó con su tono crepuscular (Pedro Henríquez-Ureña dixit) y salvo algunos autores como Sergio Mondragón, Efraín Huerta y los integrantes de La espiga amotinada, no hubo pretensiones de vanguardia o de adecuación  de los contenidos versiculares.

Pero si Huidobro descubrió los ritmos internos, el valor técnico de la imagen y trabajó la zona del lenguaje con una estética basada en la fanopea (como indicaba el viejo Pound), donde la imagen, no del orden ornamental, sino como visualización dinámica, repercute en el aspecto morfosintáctico, provocada por el movimiento, la tensión interna del verso. En la poesía de Saúl Ibargoyen se advierte y se revela la presencia de la realidad sugerida a través de superposiciones, desnudando al lenguaje de su exterior retórico y devolviéndole su sentido primigenio, su preciso contenido, como se advierte en Nuevas destrucciones, publicado por el Instituto Mexiquense de Cultura, en su Biblioteca Mexiquense del Bicentenario (Toluca, Edoméx., 2008, 106 pp.).

En este libro, Ibargoyen se plantea, líricamente, cómo abordar el entorno circundante a través del lenguaje, de la palabra, observada como “forma escondida” en busca de “vibraciones hálitos humedades” (p. 15), o bien como:



“un sucio núcleo de luz nunca tocada

donde cada nombre

de cada soñada muchacha o mujer

o sólo hembra

alcanza a renacer

y se disuelva”

                                                                       pp. 105-106)



Armonía racional, sí, de expresión sensorial, enfrentada al juego sonoro de los significantes –la idea generando el ritmo, como advertía Huidobro–; prosaísmo, frente a un lenguaje acaso violentado. Pero siempre la radicalidad: borde y reborde del Yo poético, desplazando lo externo. Previamente, en un poemario triunfador en los XXXIV Juegos Florales de San Juan del Río, Querétaro en 2004, denominado precisamente ¿Palabras? (Edic. Tintanueva, Méx., 2004, 98 pp.), el poeta uruguayo, ahora nacionalizado mexicano, se asume como escriba, como un cronista que testimonia las “iluminaciones/ de energía congelada”, aunque finalmente “penetra las fibras o raíces/ del polvo extranjero” (p. 50). Aquí también la preocupación social se establece como una firme mojonera lírica, así como la desacralización metonímica:



                        El sol de esta tarde

                        camina ente el polvo

                        que otros soles viejos

                        pisotearon.

                        Hay cenizas

                        renovándose en las calles

calientes de Ensenada.

                        Y en ti se produce

la levedad de una sombra

que tal vez

no acabe de pasar”

                                   (p. 13)



            Coincidencias, territorialidad del lenguaje y la visión cotidiana, con una estética que pretende establecer, apropiarse de la realidad inmediata con un lenguaje desacralizante. Lo discursivo frente a la exaltación lírica –entendida como emotividad cuasi desbordada y, por tanto, centrada en el sujeto–, que genera reflexiones lingüísticas, puesto que la analogía fónica genera una analogía de sentido. Y lo que el chileno Huidobro manejaba –abandono de la métrica y la puntuación, manejo metonímico no como ornamento, sino como un aspecto incorporado a la sonoridad versicular–, también se advierte en Erótica mía (Edic. del Ermitaño, Colec. Minimalia, Méx., 2010, 77 pp.), poemario de Saúl Ibargoyen, que ahora celebramos. Amor, como deseo de completud, ciertamente. El erotismo manifestado en imágenes terrenales, cotidianas, aunque no exentas de lirismo.

Erótica mía puede considerarse, en su conjunto, como blasón, como un canto férvido a la mujer, a la dómina, a la dueña, como anhelaban los trovadores provenzales del siglo XII. Aunque la exaltación del amor desgraciado, que significa a la poesía trovadoresca; el amor perpetuamente insatisfecho, no se presenta en Ibargoyen. La mujer es real y concreta, no idealizada... aunque se le canta de manera sensible, emocionada. Esa es la gran diferencia entre la visión contemporánea y la de los trovadores y troberos. Por eso el poeta Ibargoyen es capaz de salmodiar eróticamente lo siguiente:



                        Besar es oficio

                        que a veces nos pierde

                        en bocas de bestias oscuras

                        en grietas dolorosas

                        que el sudor ilumina”.

                                                           (p. 7)



            O bien establecer los límites entre la realidad literaria y la realidad del entorno:



                        “A toda voz claman por ti

                        los timbres del teléfono

                        y tus orejas se acuestan

                        sobre el cable blanco

                        por donde corre el susurro

                        de mis dedos

                        que marcan y destruyen

                        una cifra de incansable impaciencia”.

                                                                       (p. 17)



            La propuesta estética, discursiva, es reveladora. Se canta al amor humano, mundano, agregaría, puesto que la pasión remite a la sexualidad, que indudablemente debe ser saciada. Aquí la pasión asume la forma del deseo, “y ese deseo, a su vez –Rougemont dixit–, se disfraza de fatalidad”. Es válido recordar lo que en Amor y Occidente precisa Denis de Rougemont: “El ardor amoroso espontáneo, premiado y no combatido, es por esencia poco duradero. Es una llamarada que no puede sobrevivir al resplandor de su consumación. Pero su quemadura continúa siendo inolvidable y los amantes quieren prolongarla y renovarla hasta el infinito” (op. cit.).

Pero si arqueológica y míticamente el lenguaje, la palabra misma, extravió su primera substancia, su transparencia, en virtud de la dispersión que ocurrió en la Torre de Babel, es válido buscar ese secreto que la palabra contiene en sí misma, no en la superficie, y recuperar los huecos léxicos, esa significación que subyace petrificada en la palabra, como observaba Héctor A. Murena en. La metáfora y lo sagrado). Originalmente los nombres denotaban aquello que designaban; aunque aún persiste un fragmento silencioso, un saber que tiene esas propiedades inmóviles que subyacen en ese espacio que la similitud, la analogía, dejó en la nada, en el vacío. La semejanza de las cosas se ha extraviado. Y más de una lengua a otra, revela Foucault (Cf. Las palabras y las cosas).

            Este extravío substancial, lírico, ha sido abordado por Ibargoyen en Erótica mía donde la expresión asume una doble vertiente: escritura y lectura y, además, una visión del mundo contemporánea. Hay, desde luego, un perenne cuestionamiento sobre los modos de poetizar, soslayando los rígidos cánones tradicionales –métrica y rima– y concibiendo al verso como un código ritmo, un ámbito sonoro donde la respiración y la tensión interna juegan un papel determinante, puesto que pretende abordar las posibilidades que el lenguaje ofrece para entregar el contenido del poema. Se advierte el fraseo prosódico, la oralidad que se entroniza en la grafía.

Previamente hubo, desde luego, que subvertir el orden, el statu quo de la expresión lírica para generar un logos social, por lo que ahora la poesía significa testimonio y conciencia, praxis e ideología. Logos social, sí, sensualmente amoroso, donde ética, estética y erótica pretenden conciliarse en ese espacio textual del poema, en ese territorio sonoramente significativo.



Saúl Ibargoyen, Erótica mía, Edic. del Ermitaño, Colec. Minimalia, Méx., 2010, 77 pp.