lunes, mayo 07, 2012


1915-1982
MARTÍNEZ OCARANZA, EL ÚLTIMO PROFETA

Por Óscar Wong


La poesía como ritual, como práctica mágica, ha quedado en desuso. En el presente se advierte ya no como una dimensión estética, con una categoría artística que a través de sus diversos recursos estilísticos, entrega la emoción; ahora la poesía no es más que un simple ejercicio lingüístico, un artefacto semántico que se ofrece al despistado lector. Oficio intelectual, ciertamente, donde el sentido humano ha dejado de existir. Pero esto no siempre fue así. Desde los tiempos aristotélicos la emoción dispara el ritmo; esta concepción la reitera, incluso, Eduardo Nicol, y Octavio Paz arguye lo mismo, pero con otras palabras. La emoción es esencial para determinar el tono, el sentido que los versos adoptan, así como las imágenes manifiestan la necesidad expresiva para captar al mundo, ahondando en el significado. Ramón Martínez Ocaranza[1], por ejemplo, inicia sus poemas con un ritmo decantado, apoyándose en el verso de arte menor; métrica y rima van imbricadas, asumiendo su condición recurrente, su vínculo significativo, hasta llegar al verso acentual; la sonoridad va respaldando conceptos y preceptos, de ahí que la profunda carga sensible, alcance el matiz del versículo.

María Teresa Perdomo ha observado con acuciosidad la poética del maestro michoacano[2]. Advierte que en la trayectoria lírica del poeta michoacano corresponden dos etapas fundamentales: la primera va desde el poemario Al pan pan y al vino vino (1943) hasta Otoño encarcelado (1967), donde Martínez Ocaranza “inicia con un relámpago de rebeldía, con voz que habla por los desposeídos”[3] y la segunda, que prácticamente aborda una década; es decir: de Elegía de los triángulos (1974) a La edad del tiempo (1982). La visión devastadora, los acentos trágicos, casi heréticos que caracterizan a Patología del ser (1981), por ejemplo, inician desde Elegía de los triángulos, un volumen donde el mito prehispánico va imbricándose con otros significados occidentales. La fuerza lírica, terriblemente telúrica de Martínez Ocaranza, el torbellino de temas, su honda intimidad; el verso audaz, a ratos complejo, va provocando un “deslizamiento incesante desde el centro del ´yo´ hasta el núcleo dolorido del mundo”[4] para forjar una poesía “violentamente crítica”, según precisa Perdomo. Violencia lingüística, amargo sentir, revelador decir. Los grandes temas surgen para confrontar su visión del mundo e instaurar un cántico único, áspero, que hacen del autor un visionario; Martínez Ocaranza se metamorfosea en “El último profeta” del siglo XX. De esta manera, la tragedia del hombre, su ruina y descomposición, se erigen como núcleo fundamental en su poética, reveladora de su telúrica percepción espiritual, de su amargo sentido crítico de la existencia. Desaforada, agresiva, su palabra se hace hiel.

Sin adelantar juicios, puede observarse que en Martínez Ocaranza se manifiesta un sentido sagrado de las cosas. De otra manera no se puede explicar su lúcida, y lúdica acidez. El deterioro de la materia, la presencia de la enfermedad, de la vejez, de la muerte, revela esa presencia terrible, devastadora. El hombre es un simple juguete de los dioses. O de Dios, si se desea. Pero el individuo se encuentra solo, angustiado, mientras Aquél permanece indiferente, como un simple ente, estático; un simple primer motor inmóvil, como postulaba el estagirita. El recorrido que hacemos por esta obra inusual, inusitada en el panorama de la literatura mexicana es revelador: Martínez Ocaranza consigue en Otoño encarcelado[5], por ejemplo, cantar a la soledad, al amor contenido, con un ocre matiz cromático; aquí la muerte apenas se insinúa:


            Mi soledad es sueño de amapola

            sonámbula, con magia de piragua,

            donde la muerta música del agua,

            perpetuamente forma su corola.


La palabra se deshace en polvo crepuscular, como la golondrina en el viento. Previamente, en De la vida encantada. Poema, 1952[6], el autor michoacano muestra su ejercicio poético con deudas e influencias claramente manifiestas: López Velarde con sus guarismos (“dormido en el silencio/ de la salobre magnitud del alma/ define los guarismos/ de tu arcangélica angustia”), Pellicer con su lúdica sonoridad (“El árbol se hace nube/ con su luz/ y su sombra”); pero sobre todo Juan Ramón Jiménez (¡Qué desolado cielo/ sin orillas!/ ¿Qué lágrimas/ rodando/ por la arena!”), con su tono límpido, se hacen presentes en este volumen. Aunque utiliza 7 y 11 sílabas alternadas, predominan los versos de arte menor; de esta manera el alma se llena de “verdes sombras” y el agua es “soledad que sueña”. Las imágenes y las cosas son expresiones que parten de un ritmo decantado, donde el silencio equilibra el sentido lírico.
Publicado de manera póstuma, considero que El libro de los días[7] es un volumen determinante, puesto que resalta la obra que antecede a sus libros más reconocidos. El mismo Martínez Ocaranza compila esta revisión antológica. Por su título nos remite a Rilke, aunque es, a juicio del poeta, “un diario de imágenes que le van dando vida a la muerte de todos los días de la vida. Es un mágico diario de oráculo y de conjuración”[8]; es, de acuerdo con un vocablo náhuatl, un Tonalámatl, como se traduce esta expresión. Once libros compendian este volumen: Río de llanto (1954), Yerbas de sombra (1954-1955), Del tiempo y del olvido (sd), Isla de otoño (1956, 1957, 1958), Emanaciones (1958-1959), Vocación de Job (1961), Los problemas de Dédalo (1964), Cartas de invierno (diciembre de 1964-enero de 1965), Reuniones de tortura (1965), En una copa de ceniza (1966-1967) y Del verbo encadenado (1967). Versos en el ámbito de sentencias, sabiduría y emoción. Y ese tono trágico, de profeta hebreo, que finalmente embargará sus libros Elegía de los triángulos y Patología del ser. Esta tríada bibliográfica conforma, a mi juicio, lo mejor de su obra.

Conciencia de la palabra, como reflexiona Paz, que deriva en la conciencia de uno mismo, lo cual lleva al autoconocimiento, al auto-reconocimiento. Después de todo la poesía expresa la voz más entera del mundo. Elegía de los triángulos[9] asume voces y mitos tarascos, revela aspectos político-ideológicos en versos salmódicos, elegíacos. La reflexión lírica sobre el oficio se advierte de inmediato. La poesía como voz humana se vuelve, ahora, una locución colectiva singular. De esta manera, el núcleo afectivo alcanza la categoría de “camino de espadas y de espumas”; aunque pianos y tigres conviven con las flores que emergen del sufrimiento, como un aparente préstamo surrealista:



            En el dolor hay flores que caminan

            con pianos y con tigres...

                                                           (p. 28)



Las piedras se transforman en palabras; los rojos sustantivos y los adjetivos “muerden el ritmo de sus ataúdes y se queman los ojos”. La atmósfera, las imágenes, la adjetivación nos recuerdan al Neruda de Residencia en la tierra, pero Martínez Ocaranza agrega elementos prehispánicos para conformar esa modulación salmódica, una expresión más gozosamente crítica, apesadumbradamente reflexiva. Círculos, puertas y magnolias conforman una realidad, un paisaje donde el recuerdo surge duramente revitalizado; la luz se incendia a través de los acontecimientos y las sombras se erigen con palabras reveladoras, testimoniales de esa realidad crudelísima:



            Hay una fecha oscura

            en mi memoria.

                                   (p. 54)



Si es difícil reconocer al hombre cuando se quiebran las columnas, también “es triste recoger candados/ en medio de las piedras” (p.60). Aquí persiste la desolación, el deterioro de la existencia; matices y tonos crepusculares cantan el entorno, siempre bajo la mirada sensible, profundamente sentida del poeta. La visión es cósmica, pese a que la tragedia acecha. Omnisciencia proverbial, acentos del Eclesiastés; la amarga sapiencia del profeta israelita, así como la inveterada crónica de los sucesos, van permeando el tono de este libro. “Nada altera el desastre”, sentenciaría José Emilio Pacheco, puesto que todo se abate sobre el mundo:


            De las tumbas

            brotan las yerbas de los siglos.



            Y cada soledad es un silencio

            de miedo abandonado”.

                                                           (pp. 60-61)



La acentuación, el desplazamiento de los versos, al igual que la incorporación de nombres indígenas en sus versos es un acierto:



            De lo profundo llegan las palabras

            como Tzintzuntzan;

            como Apátzikua;

            como la verde música del viento”.

                                                                       (p. 63)



Martínez Ocaranza es un Escriba recuperando la memoria, un cronista que testimonia el transcurrir de la piedra, un sacerdote oficiando ante el altar de la piedra. Trazos, signos que se descifran; códices encerrando la verdad del caracol, ofrendando la Palabra, para esquivar la flor de los muertos se revelan en este obra cuyo verso irregular es determinante. “El que compone el canto”, el poeta, está en condiciones de observar al mundo, de advertir, y revelar, su secreto:



            Quemaremos la luz

            con testimonios;

            con sombras;

            con palabras.



Cuando la vida rompe los versículos

            del tiempo sin amor.



            Cuando las luces

            llegan acribilladas de caballos.



            Cuando el polvo

            derriba las estelas”.

                                               (p. 55)



Las imágenes, visuales desde luego, develan otra realidad, más profunda, más significativa. Los adjetivos, reveladores, amplían el horizonte semántico; la atmósfera, el tono, los versos que se van despeñando con dureza no pierdan la sonoridad. Son preparatorios de lo que después vendrá. En este orden de cosas, Patología del ser [10]representa un recorrido ácido por las aguas de la Estigia existencial. El propio autor reconoce que esta travesía va de El libro de Job a los Cantares de Ezra Pound; aunque debo precisar que este volumen mucho le debe al Huidobro de Altazor, a los Cantos de Maldoror de Lautremont, al Whitman de Hojas de hierba; sus versos son duros, hirientes:



            Todo lo que se es una copa de bárbara ceniza.

            Son herrumbres innumerablemente edificados”.

                                                                                  (p. 34)



Si, como explica el propio autor, en Góngora hay Mitología y en San Juan de la Cruz Enigma, en Martínez Ocaranza prevalece un Salmo iracundo. El poeta michoacano pretende armonizar lo inarmónico, conciliar los contrarios, determinar lo trágico y terrible. La fugaz permanencia de las cosas es abatida por la irrupción del tiempo Y acaso porque la luz en exceso ciega más que las tinieblas, como canta el autor. El ritmo es demoledor, la sonoridad impecable; la expresión de los conceptos, a veces contrapuestos, se erigen como verdades únicas. Castillo Nájera escribe, describe: “El mar terrible, el cielo amenazante, la luna negra, el sol devorador, el fuego sagrado, son la matriz de sus imágenes destructivas. A Ramón le gusta más la palabra tarántula que la palabra cisne. Y que la palabra búho. Porque las tarántulas destruyen a los cisnes y a los búhos”[11]. Martínez Ocaranza asume el tono herético. La expresión es contemporánea, actual; amargura, acidez, rebeldía, mordacidad. Oxímoron como sentencia (“Del Verbo nació la luz de las tinieblas”, p. 77), metalepsis al nivel de execración, desacralizando el conocimiento para asumir no su recurrencia retórica, sino su profunda dimensión vital:



(¿Qué te pasa, cabrón?, ¿de cual fumaste?)

¿Por qué dibujas tanta idolatría?

(p. 79)



Irreverencia, burla persistente; pero también el ritmo aliterante, la virulencia; juegos de palabras contraviniendo los conceptos, irrumpiendo en los preceptos. Hay una actitud de herejía permanente, crudelísima en ocasiones, que posteriormente asumirá como bandera expresiva Orlando Guillén[12], el poeta de Acayucan, quien resalta con maestría esa irreverencia y causticidad que lo caracterizan. Trastrocamiento significativo, la palabra se incorpora, se rebela, se devela. El tono es acremente contundente:



            “¡Qué terrible decir que yo soy yo cuando me miro detrás de los espejos!”.

                                                                                                                      (p. 68)



Pero Martínez Ocaranza no es sacrílego, puesto que a mi juicio jamás profana lo sagrado. Sí hay un ámbito herético porque hay transgresión de la creencia establecida. Lo santo es, indudablemente, una categoría explicativa, y valorativa, que nace en la esfera religiosa. Y suele aplicarse como predicado absoluto moral y significativo; remite a la bondad perfecta, la bondad suma, según refiere Rudolf Otto[13]. Por otra parte, León Felipe sostiene que una blasfemia vincula más al pecador con Dios que la oración. Patología del ser es la expresión de un hombre que ha padecido la injusticia, persecuciones e incluso la cárcel por una decisión autoritaria del gobernante mediocre. Patología del ser constituye una travesía por la conciencia del hombre; expresa las contradicciones de la existencia y pretende desacralizar al mundo. Hay una mirada perentoria de construir al mundo, de salvar la esencia humana, pese a que ésta se determina por la fugacidad, por lo inasible. El hombre se encuentra solo. Y Dios permanece indiferente. La existencia es cruel. Y si ésta deviene de Dios, por consiguiente...



Todo se transfigura y es sagrado, asume Paz en Piedra de sol[14]. Y Pellicer canta con voz enaltecida a la humildad del nacimiento de Jesús; su poesía son Cosillas[15], denominación adecuada para vincularlas con la humildad del Salvador del mundo. Paz se acerca con reverencia a lo sagrado. Pellicer con profunda sonoridad, con terca veneración. Martínez Ocaranza advierte un sentido orgiástico de la forma que se derrumba y deteriora. Paz recurre a la perfección del verso, al tono profundo, estéticamente convincente. Pellicer es más lúdico, aunque preciso. Martínez Ocaranza simplemente exige con voz estentórea, perentoria:



            Yo no quiero cantar. Yo solo quiero que mueran los alacranes de la muerte.

            Los perros de la muerte.

            Y las culebras de la muerte.



Y además insiste:



            Yo vine a predicar los escombros de las palabras

                        que murieron adentro de las palabras.



            Yo vine a predicar la última transmigración de las palabras.



Y para que no haya duda, alerta con justa precisión:



            En el último día yo quemaré la Ley de la ceniza.

            Porque no vine al mundo a restaurar la Ley.

            Vine a quemarla.





[1] Nació en Xiquilpan, Michoacán, el 5 de abril de 1915; falleció en Morelia, el 21 de septiembre de 1982. A escala nacional permanece olvidado, pese a su singular expresividad. En este año se cumplen 20 años de su desaparición, tiempo necesario para iniciar su valoración y reparar la injusticia.
[2] Cfr. Ramón Martínez Ocaranza. El poeta y su mundo, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, Michoacán, 1988, 276 pp.
[3] Op. cit., ib.
[4] Op. cit., ib., p. 124
[5] Pájaro cascabel, Méx., 1968, sp.
[6] Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo, Morelia, Mich., 1992, 74 pp.
[7] Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo, Morelia, Mich., 1997, 136 pp.
[8] Op. cit., ibid., p. 11
[9] Edit. Diógenes, Méx., 1974, 151 pp.
[10] Edit. Diógenes, Méx., 1981, 155 pp. El libro trae unas “Palabras harto amorosas” de Oralva Castillo Nájera y un texto del poeta a manera de introducción.
[11] Véase “Palabras harto amorosas” en Ramón Martínez Ocaranza, Patología del ser, p. 11
[12] Cfr. Poesía inédita 1970-1978 (Gob. de Veracruz, Xalapa, 1979, 160 pp.), Rey de bastos (Universidad Autónoma de Chapingo, Texcoco, Edoméx., 1985, 170 pp.) y recientemente El costillar de Caín (CNCA, Colec. Práctica mortal, Méx., 2001, 75 pp.)
[13] Aquí están implícitos los atributos divinos (qadosch, que corresponde a hagios y sanctus: lo bueno, y que por sus atributos se vincula al árreton: lo inefable, lo indefinible). Cfr. Lo santo. Lo irracional y lo irracional en la idea de Dios, Alianza Editorial, Madrid, 1985, passim
[14] V La estación violenta, FCE, Letras Mexicanas, Méx., 1958
[15] Cfr. Cosillas para el nacimiento, Edit. Latitudes, Méx., 1978, 75 pp.