1915-1982
MARTÍNEZ OCARANZA,
EL ÚLTIMO PROFETAPor Óscar Wong
María Teresa Perdomo ha observado con acuciosidad la poética del maestro
michoacano[2].
Advierte que en la trayectoria lírica del poeta michoacano corresponden dos
etapas fundamentales: la primera va desde el poemario Al pan pan y al vino vino
(1943) hasta Otoño encarcelado (1967), donde Martínez Ocaranza “inicia con
un relámpago de rebeldía, con voz que habla por los desposeídos”[3]
y la segunda, que prácticamente aborda una década; es decir: de Elegía
de los triángulos (1974) a La edad del tiempo (1982). La visión
devastadora, los acentos trágicos, casi heréticos que caracterizan a Patología
del ser (1981), por ejemplo, inician desde Elegía de los triángulos,
un volumen donde el mito prehispánico va imbricándose con otros significados
occidentales. La fuerza lírica, terriblemente telúrica de Martínez Ocaranza, el
torbellino de temas, su honda intimidad; el verso audaz, a ratos complejo, va
provocando un “deslizamiento incesante desde el centro del ´yo´ hasta el núcleo
dolorido del mundo”[4] para
forjar una poesía “violentamente crítica”, según precisa Perdomo. Violencia
lingüística, amargo sentir, revelador decir. Los grandes temas surgen para
confrontar su visión del mundo e instaurar un cántico único, áspero, que hacen
del autor un visionario; Martínez Ocaranza se metamorfosea en “El último profeta”
del siglo XX. De esta manera, la tragedia del hombre, su ruina y
descomposición, se erigen como núcleo fundamental en su poética, reveladora de
su telúrica percepción espiritual, de su amargo sentido crítico de la
existencia. Desaforada, agresiva, su palabra se hace hiel.
Sin adelantar juicios, puede observarse que en Martínez Ocaranza se
manifiesta un sentido sagrado de las cosas. De otra manera no se puede explicar
su lúcida, y lúdica acidez. El deterioro de la materia, la presencia de la
enfermedad, de la vejez, de la muerte, revela esa presencia terrible,
devastadora. El hombre es un simple juguete de los dioses. O de Dios, si se
desea. Pero el individuo se encuentra solo, angustiado, mientras Aquél
permanece indiferente, como un simple ente, estático; un simple primer motor
inmóvil, como postulaba el estagirita. El recorrido que hacemos por esta obra
inusual, inusitada en el panorama de la literatura mexicana es revelador:
Martínez Ocaranza consigue en Otoño encarcelado[5],
por ejemplo, cantar a la soledad, al amor contenido, con un ocre matiz
cromático; aquí la muerte apenas se insinúa:
Mi
soledad es sueño de amapola
sonámbula,
con magia de piragua,
donde
la muerta música del agua,
perpetuamente
forma su corola.
La palabra se deshace en polvo crepuscular, como la golondrina en el
viento. Previamente, en De la vida encantada. Poema, 1952[6],
el autor michoacano muestra su ejercicio poético con deudas e influencias
claramente manifiestas: López Velarde con sus guarismos (“dormido en el silencio/ de la salobre magnitud del alma/ define los
guarismos/ de tu arcangélica angustia”), Pellicer con su lúdica sonoridad
(“El árbol se hace nube/ con su luz/ y su
sombra”); pero sobre todo Juan Ramón Jiménez (¡Qué desolado cielo/ sin orillas!/ ¿Qué lágrimas/ rodando/ por la
arena!”), con su tono límpido, se hacen presentes en este volumen. Aunque
utiliza 7 y 11 sílabas alternadas, predominan los versos de arte menor; de esta
manera el alma se llena de “verdes sombras” y el agua es “soledad que sueña”.
Las imágenes y las cosas son expresiones que parten de un ritmo decantado,
donde el silencio equilibra el sentido lírico.
Publicado de manera póstuma, considero que El libro de los días[7]
es un volumen determinante, puesto que resalta la obra que antecede a sus libros
más reconocidos. El mismo Martínez Ocaranza compila esta revisión antológica.
Por su título nos remite a Rilke, aunque es, a juicio del poeta, “un diario de
imágenes que le van dando vida a la muerte de todos los días de la vida. Es un
mágico diario de oráculo y de conjuración”[8];
es, de acuerdo con un vocablo náhuatl, un Tonalámatl,
como se traduce esta expresión. Once libros compendian este volumen: Río
de llanto (1954), Yerbas de sombra (1954-1955), Del
tiempo y del olvido (sd), Isla de otoño (1956, 1957, 1958), Emanaciones
(1958-1959), Vocación de Job (1961), Los problemas de Dédalo (1964), Cartas
de invierno (diciembre de 1964-enero de 1965), Reuniones de tortura
(1965), En una copa de ceniza (1966-1967) y Del verbo encadenado
(1967). Versos en el ámbito de sentencias, sabiduría y emoción. Y ese tono
trágico, de profeta hebreo, que finalmente embargará sus libros Elegía
de los triángulos y Patología del ser. Esta tríada
bibliográfica conforma, a mi juicio, lo mejor de su obra.
Conciencia de la palabra, como reflexiona Paz, que deriva en la
conciencia de uno mismo, lo cual lleva al autoconocimiento, al
auto-reconocimiento. Después de todo la poesía expresa la voz más entera del
mundo. Elegía de los triángulos[9]
asume voces y mitos tarascos, revela aspectos político-ideológicos en versos
salmódicos, elegíacos. La reflexión lírica sobre el oficio se advierte de
inmediato. La poesía como voz humana se vuelve, ahora, una locución colectiva
singular. De esta manera, el núcleo afectivo alcanza la categoría de “camino de espadas y de espumas”; aunque
pianos y tigres conviven con las flores que emergen del sufrimiento, como un
aparente préstamo surrealista:
En
el dolor hay flores que caminan
con
pianos y con tigres...
(p.
28)
Las piedras se transforman en palabras; los rojos sustantivos y los
adjetivos “muerden el ritmo de sus ataúdes y se queman los ojos”. La atmósfera,
las imágenes, la adjetivación nos recuerdan al Neruda de Residencia en la tierra,
pero Martínez Ocaranza agrega elementos prehispánicos para conformar esa
modulación salmódica, una expresión más gozosamente crítica, apesadumbradamente
reflexiva. Círculos, puertas y magnolias conforman una realidad, un paisaje
donde el recuerdo surge duramente revitalizado; la luz se incendia a través de
los acontecimientos y las sombras se erigen con palabras reveladoras,
testimoniales de esa realidad crudelísima:
Hay
una fecha oscura
en mi
memoria.
(p. 54)
Si es difícil reconocer al hombre cuando se quiebran las columnas,
también “es triste recoger candados/ en medio de las piedras” (p.60). Aquí
persiste la desolación, el deterioro de la existencia; matices y tonos
crepusculares cantan el entorno, siempre bajo la mirada sensible, profundamente
sentida del poeta. La visión es cósmica, pese a que la tragedia acecha.
Omnisciencia proverbial, acentos del Eclesiastés; la amarga sapiencia del
profeta israelita, así como la inveterada crónica de los sucesos, van permeando
el tono de este libro. “Nada altera el
desastre”, sentenciaría José Emilio Pacheco, puesto que todo se abate sobre
el mundo:
“De
las tumbas
brotan
las yerbas de los siglos.
Y
cada soledad es un silencio
de
miedo abandonado”.
(pp.
60-61)
La
acentuación, el desplazamiento de los versos, al igual que la incorporación de
nombres indígenas en sus versos es un acierto:
“De
lo profundo llegan las palabras
como
Tzintzuntzan;
como
Apátzikua;
como
la verde música del viento”.
(p.
63)
Martínez Ocaranza es un Escriba recuperando la memoria, un cronista que
testimonia el transcurrir de la piedra, un sacerdote oficiando ante el altar de
la piedra. Trazos, signos que se descifran; códices encerrando la verdad del
caracol, ofrendando la Palabra, para esquivar la flor de los muertos se revelan
en este obra cuyo verso irregular es determinante. “El que compone el canto”,
el poeta, está en condiciones de observar al mundo, de advertir, y revelar, su
secreto:
“Quemaremos
la luz
con
testimonios;
con
sombras;
con
palabras.
Cuando la vida rompe los
versículos
del
tiempo sin amor.
Cuando
las luces
llegan
acribilladas de caballos.
Cuando
el polvo
derriba
las estelas”.
(p.
55)
Las imágenes,
visuales desde luego, develan otra realidad, más profunda, más significativa.
Los adjetivos, reveladores, amplían el horizonte semántico; la atmósfera, el
tono, los versos que se van despeñando con dureza no pierdan la sonoridad. Son
preparatorios de lo que después vendrá. En este orden de cosas, Patología
del ser [10]representa
un recorrido ácido por las aguas de la Estigia existencial. El propio autor
reconoce que esta travesía va de El libro de Job a los Cantares de Ezra Pound;
aunque debo precisar que este volumen mucho le debe al Huidobro de Altazor,
a los Cantos de Maldoror de Lautremont, al Whitman
de Hojas
de hierba; sus versos son duros, hirientes:
“Todo lo que se es una copa de bárbara
ceniza.
Son herrumbres innumerablemente
edificados”.
(p.
34)
Si, como
explica el propio autor, en Góngora hay Mitología y en San Juan de la Cruz
Enigma, en Martínez Ocaranza prevalece un Salmo iracundo. El poeta michoacano
pretende armonizar lo inarmónico, conciliar los contrarios, determinar lo
trágico y terrible. La fugaz permanencia de las cosas es abatida por la
irrupción del tiempo Y acaso porque la luz en exceso ciega más que las
tinieblas, como canta el autor. El ritmo es demoledor, la sonoridad impecable;
la expresión de los conceptos, a veces contrapuestos, se erigen como verdades
únicas. Castillo Nájera escribe, describe: “El mar terrible, el cielo
amenazante, la luna negra, el sol devorador, el fuego sagrado, son la matriz de
sus imágenes destructivas. A Ramón le gusta más la palabra tarántula que la
palabra cisne. Y que la palabra búho. Porque las tarántulas destruyen a los
cisnes y a los búhos”[11].
Martínez Ocaranza asume el tono herético. La expresión es contemporánea,
actual; amargura, acidez, rebeldía, mordacidad. Oxímoron como sentencia (“Del Verbo nació la luz de las tinieblas”,
p. 77), metalepsis al nivel de execración, desacralizando el conocimiento para
asumir no su recurrencia retórica, sino su profunda dimensión vital:
(¿Qué te pasa, cabrón?, ¿de cual fumaste?)
¿Por qué dibujas tanta idolatría?
(p. 79)
Irreverencia,
burla persistente; pero también el ritmo aliterante, la virulencia; juegos de
palabras contraviniendo los conceptos, irrumpiendo en los preceptos. Hay una
actitud de herejía permanente, crudelísima en ocasiones, que posteriormente
asumirá como bandera expresiva Orlando Guillén[12],
el poeta de Acayucan, quien resalta con maestría esa irreverencia y causticidad
que lo caracterizan. Trastrocamiento significativo, la palabra se incorpora, se
rebela, se devela. El tono es acremente contundente:
“¡Qué terrible decir que yo soy yo cuando me
miro detrás de los espejos!”.
(p.
68)
Pero Martínez
Ocaranza no es sacrílego, puesto que a mi juicio jamás profana lo sagrado. Sí
hay un ámbito herético porque hay transgresión de la creencia establecida. Lo
santo es, indudablemente, una categoría explicativa, y valorativa, que nace en
la esfera religiosa. Y suele aplicarse como predicado absoluto moral y significativo; remite a la
bondad perfecta, la bondad suma, según refiere Rudolf Otto[13].
Por otra parte, León Felipe sostiene que una blasfemia vincula más al pecador
con Dios que la oración. Patología del ser es la expresión de
un hombre que ha padecido la injusticia, persecuciones e incluso la cárcel por
una decisión autoritaria del gobernante mediocre. Patología del ser
constituye una travesía por la conciencia del hombre; expresa las
contradicciones de la existencia y pretende desacralizar al mundo. Hay una
mirada perentoria de construir al mundo, de salvar la esencia humana, pese a
que ésta se determina por la fugacidad, por lo inasible. El hombre se encuentra
solo. Y Dios permanece indiferente. La existencia es cruel. Y si ésta deviene
de Dios, por consiguiente...
Todo se transfigura y es sagrado, asume Paz en Piedra de sol[14].
Y Pellicer canta con voz enaltecida a la humildad del nacimiento de Jesús; su
poesía son Cosillas[15],
denominación adecuada para vincularlas con la humildad del Salvador del mundo.
Paz se acerca con reverencia a lo sagrado. Pellicer con profunda sonoridad, con
terca veneración. Martínez Ocaranza advierte un sentido orgiástico de la forma
que se derrumba y deteriora. Paz recurre a la perfección del verso, al tono
profundo, estéticamente convincente. Pellicer es más lúdico, aunque preciso.
Martínez Ocaranza simplemente exige con voz estentórea, perentoria:
Yo no quiero cantar. Yo solo quiero que
mueran los alacranes de la muerte.
Los perros de la muerte.
Y las culebras de la muerte.
Y además insiste:
Yo vine a predicar los escombros de las
palabras
que murieron adentro de
las palabras.
Yo vine a predicar la última transmigración
de las palabras.
Y para que no haya duda, alerta con justa
precisión:
En el último día yo quemaré la Ley de la
ceniza.
Porque no vine al mundo a restaurar
la Ley.
Vine a quemarla.
[1] Nació en Xiquilpan, Michoacán, el 5 de abril
de 1915; falleció en Morelia, el 21 de septiembre de 1982. A escala nacional
permanece olvidado, pese a su singular expresividad. En este año se cumplen 20
años de su desaparición, tiempo necesario para iniciar su valoración y reparar
la injusticia.
[2] Cfr. Ramón
Martínez Ocaranza. El poeta y su mundo, Universidad Michoacana de San
Nicolás de Hidalgo, Morelia, Michoacán, 1988, 276 pp.
[3] Op. cit., ib.
[4] Op. cit., ib.,
p. 124
[5] Pájaro cascabel, Méx., 1968, sp.
[6] Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo, Morelia, Mich., 1992, 74
pp.
[7] Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo, Morelia, Mich., 1997, 136
pp.
[8] Op. cit., ibid.,
p. 11
[9] Edit. Diógenes, Méx., 1974, 151 pp.
[10] Edit. Diógenes, Méx., 1981, 155 pp. El libro
trae unas “Palabras harto amorosas” de Oralva Castillo Nájera y un texto del
poeta a manera de introducción.
[11] Véase “Palabras harto amorosas” en Ramón Martínez Ocaranza, Patología del ser, p. 11
[12] Cfr. Poesía
inédita 1970-1978 (Gob. de Veracruz, Xalapa, 1979, 160 pp.), Rey de bastos (Universidad Autónoma de
Chapingo, Texcoco, Edoméx., 1985, 170 pp.) y recientemente El costillar de Caín (CNCA, Colec. Práctica mortal, Méx., 2001, 75
pp.)
[13] Aquí están implícitos los atributos divinos
(qadosch, que corresponde a hagios y sanctus: lo bueno, y que por sus atributos se vincula al árreton: lo inefable, lo indefinible). Cfr. Lo santo. Lo irracional y lo irracional en
la idea de Dios, Alianza Editorial, Madrid, 1985, passim
[14] V La
estación violenta, FCE, Letras Mexicanas, Méx., 1958
[15] Cfr. Cosillas
para el nacimiento, Edit. Latitudes, Méx., 1978, 75 pp.