POESÍA E ILUMINACIÓN
Por Óscar Wong
Robert
Graves realiza una contundente defensa de la figura del Bardo, su función y
expresividad. También analiza la relevancia de la Mujer, como Musa y Creadora,
la exaltación emotiva que lleva a la magia de la manifestación lírica (La diosa blanca, Barcelona, 1986). A partir de los mitos celtas y hebreos,
principalmente, el poeta advierte la visión mágica del mundo, presente en las
teorías milenaristas de la época actual. “Un mito es siempre simbólico; por
esto no tiene nunca un significado unívoco, alegórico, sino una vida
encapsulada que, según el terreno y la savia que la nutre, puede estallar en
los más diversos y múltiples florecimientos. Es un suceso único, absoluto; un
concentrado cuya potencia vital es de otras esferas distintas a la nuestra
cotidiana, y como tal derrama un aire de milagro en todo aquello que lo
presupone y se le asemeja”, precisa Pavese (El
oficio de poeta, Méx., 1994: 52).
Es evidente que en este orden de ideas el símbolo no
es más que una calidad, un suceso con un valor primario único, absoluto, pero
que parte de la causalidad natural y se carga de significados múltiples. Los
mitos, por supuesto, involucran a la Creación Poética. Poeta, Musa, Inspiración
y Expresión tienen una íntima relación. La mitografía es clara al respecto:
partiendo del Poeta como Adán en el primer día del mundo, se advierte la
condición sagrada de la Palabra, del Logos hecho verso. El Poeta es quien da
nombre a las cosas, otorga sentido a los sentimientos y pensamientos. Es
Taliesin, el druida que convoca a la naturaleza y es capaz de desatar un
vendaval gracias al conjuro poético. Una cuarteta mágica provoca heridas
mortales, llena el rostro de granos y lleva a los falsos bardos a proferir
incoherencias. Como auténtico rey sagrado, al igual que Jesús ordenando a las
aguas a detenerse, Taliesin es un sacerdote, un hombre con un poder
sobrenatural y un conocimiento que debe ser preservado para que los profanos no
lo manoseen. Taliesin y Adán: dos personajes que establecen el vínculo
iluminador de la Creación. Si consideramos que la Palabra es sagrada y por lo
mismo tiene poder, es evidente que esto se manifiesta en la Poesía en tanto
Revelación.
Esto se hacía utilizando dichos signos, a la manera
del actual lenguaje de los sordomudos. De esta forma transmitían el nombre
mágico, consagrado y jamás revelado. En el Logos reside la verdad, por algo en
Salem, la tierra de Melquisedec, la antigua Urusalim, radicaba la Palabra.
Sonido mágico, ritualista, donde el significado también deviene en Iluminación.
En la actualidad el Poeta sólo evoca esta tradición de manera intuitiva.
Vivencia humana o expresión del mundo, lo sagrado como experiencia primordial,
o como el orden que sigue el mundo, todavía prevalece en la óptica de muchos
Poetas. Espacio sagrado, el Misterio, lo numinoso e intocable como la materia
telúrica donde tiene lugar la Poesía, lo indecible que se refleja en las
unidades rítmicas de manera contundente. El estado psíquico y afectivo
combinándose en la naturaleza del lenguaje y que revela los diferentes sentidos
del pensamiento emotivo, sensible.
“La palabra mito está hoy, con razón, un tanto
desacreditada. Pero utilizándola para indicar esa interior imagen extática,
embrional, grávida de posibilidades de desarrollo, que se halla en el origen de
cualquier creación poética, no creemos hablar un lenguaje místico no
estetizante. Simplemente, condensamos en una palabra un complejo desarrollo
histórico y una convicción poética que sobre él se apoya y justifica” (Cesare Pavese, El oficio de poeta: 101). La obra exige
largos cuidados. Es producto de la sensibilidad y la reflexión y va de la
variable fonética a la variable semántica; y aunque revela una percepción
emocional también se sustenta en el conocimiento sensible para generar una
entidad viviente y que actúa por sí sola: el Poema. Santayana es claro al
respecto: “Aunque un poema no se compone contando las sílabas con los dedos,
sin embargo <<número>> es el sinónimo más poético de verso, y
<<medida>> el equivalente más significativo de belleza, bondad, y
quizá incluso de verdad. Aquellos tempranos y profundos filósofos, los
seguidores de Pitágoras, vieron la esencia de todas las cosas en el número, y
fue por el peso, la medida y el número, según se lee en la Biblia, como formó
el Creador por primera vez la Naturaleza partir del vacío” (George Santayana, Interpretaciones de poesía y religión, Madrid,
1993:202). La medida, prosigue el autor citado, “es una condición de la
perfección, porque la perfección requiere que el orden reine por doquier, que
no sólo el todo que se nos aparece tenga una forma, sino que cada parte a su
vez tenga su propia forma y que todas esas partes se coordinen mutuamente con
las otras partes de un cosmos mayor” (Op.
cit., ib.: 202).
En otras palabras el mito constituye el esquema de un
hecho ocurrido y su valor le viene de esta unicidad absoluta que lo preserva
del tiempo y lo consagra en su origen como Revelación. El ángel Samael –cuyo
nombre no se pronuncia tres veces seguidas porque se aparece– se rebeló contra
Dios a causa de la creación del hombre, quien evidentemente tiene las
características de Dios y de los ángeles, a pesar de ser creado de tierra. El
hombre, a diferencia de los ángeles, tiene cuerpo. Los ángeles no tienen
cuerpo. Este ángel y los que se rebelaron fueron confinados al abismo; algunos
señalan que al infierno, pero no un lugar de llamas, sino a la indiferencia de
Dios. El Ángel Rebelde ama tanto a Dios que su infierno es ser ignorado por Él
(si se ha amado sin ser correspondido, entenderá esta analogía). Adán, que era
un sacerdote, fue hecho de tierra al igual que su primera esposa, Lilith; los
dos fueron hechos iguales. Sin embargo, Lilith se rebeló contra la autoridad de
Adán porque no la trataba con igualdad.
Hay dos versiones del mito: una de ellas cuenta que
Lilith al pronunciar el nombre secreto de Dios, se desvanece; la otra indica
que se fue a vivir a orillas de un río; de la unión de Lilith y los ángeles
caídos surgieron los íncubos y los súcubos. Lilith es la lujuria, la parte
instintiva del hombre. La manifestación hebrea es clara: para el Poeta la
creación lírica significa reivindicar, evidenciar el cumplimiento fantástico de
un germen mítico, separándolo del simple recuerdo. Por eso denominamos mítico
“a este estado auroral; y mitos a las distintas imágenes que relampaguean,
siempre las mismas para cada uno de nosotros, en el fondo de la conciencia.
Ellas viven en tanto no son resueltas todavía en la evidencia poética o en la
calidad racional, pero irradian tanta vida, tanto calor, tanta promesa de luz,
que llegan a ser, en definitiva, otros tantos fuegos o faros de nuestra
conciencia. En el razonamiento presente, estos mitos individuales nos interesan
como gérmenes de toda poesía” (Op. cit.,
ib.: 105). La pugna de lo temporal y eterno del ser.
Evocación, mirada lánguida que se tiende sobre el
mundo como una espuma ociosa; acaso el afán perentorio de volver al Origen, a
la fuente luminosa, divina, como ser espiritual condenado a la esfera terrenal.
En Margarita Michelena7 se
advierte esta preocupación como una constante. Observar su obra con detenimiento
significa adentrarse al universo de lo sagrado como perentorio, como ese
espacio donde tiene lugar el Poema. Esta inquietud, esta manera de rebelarse
–presente en los grandes espíritus– se da en la autora de Reunión de imágenes (1969) de manera cotidiana (Méx., 1990, la.
reimp., 127 pp.). Y es que del matrimonio del Cielo con la Tierra se produce un
ente anómalo, como ya se dijo, ambiguo en sus orígenes, inestable y
contradictorio por su misma naturaleza. Ni Dios ni ángel: simple individuo que
tiene, no obstante, el deseo vehemente de volver los ojos al Cielo, pero
asentado profundamente en la Tierra. Margarita Michelena padeció esta postura
genésica. Su preocupación fue la de un ser sensible que se observa ante un
espejo deformado, padeciendo de “agonía
perpetua”.
Sus lecturas bíblicas, sus anhelos por tornar a ese
plano luminoso, el de la esencia divina, se traducen en los títulos de sus
libros: Paraíso y nostalgia (1945), Laurel del ángel (1948), La tristeza terrestre (1954) y El país más allá de la niebla (1968)
convocados en Reunión de imágenes.
Esta tragedia existencial es, de hecho, el eje central temático de su obra.
Octavio Paz observó con la lucidez exacta que lo caracterizaba estas líneas
conductoras de la periodista y escritora. De cierta forma advirtió la
correspondencia temática y espiritual entre Rosario Castellanos y la Michelena,
puesto que ambas comparten esta visión trágica del mundo y sus modos de
poetizar: construcción intelectual producto de una aguda sensibilidad,
dialéctica interior que va de la sutileza al retorcimiento; en ocasiones
lenguaje llano y pretencioso –muy propio del concepto estético de la época que
les correspondió vivir–, que cae a veces en el tono declamatorio e inflamado
(Véase Poesía en movimiento. México 1915-1966,
Siglo XXI Edit., Méx., 1966.). Pasión y pensamiento, sonoridad iluminada.
En ambas escritoras mexicanas existe la queja
existencial, el interés cósmico, bíblico: el tono sacro está presente, así como
el aliento solemne y grave. Pero Michelena no llega a los –digamos– “excesos”
de la Castellanos, ni al tono de autodenigración. Michelena se observa a sí
misma no con sentido de culpa por vivir en un mundo predominante varonil,
patriarcal, y muchas veces machista, sino que se duele de estar, como ente espiritual
y por consiguiente superior, en un cuerpo físico que se va a degradar y
desaparecer. La transitoriedad de la
existencia es, obviamente, otro aspecto de su poesía. Margarita
Michelena se sabe abandonada sobre los
ciegos y torpes andamios de la carne. Casi con resignación canta a la
naturaleza humana, evocando su raigambre divina, espiritual, como si anhelara
la esfera de la preexistencia:
Sé que antes
del tiempo
fui
hecha de agua y fuego.
Y
vivo detenida en un oscuro instante,
como
una aguda espina
estéril
en nacimiento y muerte,
como
un infinito número de cadáveres
de
trigo verde.
(Op cit., ibid.)
Exiliada del mundo exterior, Michelena se acoge a una
serie de adjetivos reveladores y actitudes paradojales: alegría bárbara, interino gozo, estrella presa,
estéril sonrisa, húmedo fuego, difuntas
espigas, universo hostil, espacio sordo, etc. Michelena tenía un oído
prodigioso. Sus movimientos, su respiración lírica, sus cualidades rítmicas, se
basan en los encabalgamientos, pausas y cesuras, sin olvidar la correcta
acentuación y, sobre todo, la medida de su verso, casi siempre heptasílabos y
endecasílabos. Su energía espiritual, su férrea voluntad, se trasminaban en esa
dinámica interna que prevalecía en su obra.
En Paraíso y
nostalgia se lamenta del amor, puesto que éste a veces duele, ciega. Sus
manos se hunden en la sangre de la realidad. La autora se duele por ser
extranjera en la carne, en sus propios sentidos. La dualidad de ser cuerpo y
espíritu es rechazada con frecuencia. La esfera primordial es evocada. Así, la
poesía es una forma de recordar, una lengua
doliente y una copa sellada, como indicara en La tristeza terrestre. Previamente, en una obra anterior, Laurel del ángel, su propósito es dar
voz a las cosas; la función de la poesía, del canto, es expresar al mundo, un
oficio sacro. Es asumir la condición adámica y darle nombre a las cosas:
Cantar
únicamente la belleza del astro
deteniendo
en el cuello
la
integridad dorada de sus gajos.
Y
no llevar la voz más adelante,
al
tiempo en que los vientos
y
el amor ya no desnudan
el
coro de fragancia
y
el firmamento gira
hacia
la joya rota de un menguante.
Convencida,
sentencia:
Quien
canta siempre siente cómo un ángel
está
invicto naciendo en su garganta.
En el poema que proporciona título a este libro, Laurel del ángel, determina los efectos
del amor, místico o sensual. De hecho, dar amor es quedarse en el vacío. Es,
básicamente, una actitud diferente al Cantar
de cantares bíblico, con una óptica más objetiva: al utilizar la tercera
persona, Michelena nos indica la distancia. A lo largo de este volumen, la
autora se lamenta de su falta de amor. La poetisa ama... sin respuesta del
amado: amada en el amado trastocada,
no transformada, como señalaría el monje carmelita: El amor es muro intacto en medio de los ruidos y la escritora continúa siendo la doncella
tocada por la dulce traición de la memoria. Es, sencillamente, una mujer
endeble, real y concreta:
la
enamorada sin amor que arde
en
el casto pecado
que
es su terrible orgullo de estar sola.
A lo largo de su poesía, se advierte esa pugna rabiosa
por expresar las contradicciones del ser humano, lo sórdido del mundo, las
zonas oscuras del individuo. Y aunque honesta, auténtica, cierto pudor la llevó
a contenerse: escudada en la retórica de su época, acaso le faltó mayor
crudeza, más acidez, rabiosa ironía. Tal vez llegar a situaciones límites,
pelearse con Dios, blasfemar, mentarle la madre, arrojarle un verso a su Ojo
imperturbable. Acaso por lo mismo, Paz señala en Poesía en movimiento. México
1915-1966 que Margarita Michelena no pertenece a la tradición de la
ruptura, tan manejada por nuestro desaparecido Premio Nobel de Literatura: el
prejuicio de la posición, más que la
actitud estética, prevaleció en su obra; el movimiento, el cambio, la rebeldía,
frente al decoro y la perfección formal. Siento que un espíritu tan explosivo,
con esa fuerza cósmica, telúrica, fue contenido por la misma autora para no
devastarnos. Asumir sin duda la dignidad estética con la pasión, con la emoción
que se dispara en un verso-proyectil. Por lo mismo, temáticamente hablando,
suscribo lo que los autores de las notas en Poesía
en movimiento realizaron con
respecto a la expresión de la poetisa: “Solo por instantes, Margarita Michelena
olvida la tempestad en que su espíritu se debate. El destierro es en ella un
tema no sólo grato sino solazadamente frecuentado. Ávida de reconocerse en la
ceniza, arrebatada por el canto que alienta en las tinieblas, ayuna de
misericordia para consigo misma, su desolada poesía resuena como la antiquísima
voz de alguien que clama desde las arenas. De pocos poetas mexicanos debe
decirse, como de ella, que hace nacer imágenes de su propia desolación”.
Los compiladores prosiguen ocupándose de la poetisa en
los siguientes términos: “De la angustia parte su poética y de la sombra que
refleja emana un resplandor que se desposa con lo irremediable. Casi nunca
recurre al gozo asiduo de lo inmediato, que tantas veces reconforta, sino que
su alma se nutre de mirar cómo el deseo desciende hacia el desplome. En su
reciente producción –aún no publicaba El
país más allá de la niebla–, sin abandonar aquel tono, concibe una poesía
que se distingue por su aceptación de lo cotidiano” (Poesía en movimiento, Siglo XXI Edit., Méx., 1966: 223). Michelena,
pese a todo, estaba destinada a mayores empresas, a cantar con un tono
mesiánico, un poco a la manera del poeta michoacano Ramón Martínez Ocaranza.
Tenía la estatura para hacerlo: “el literato de calidad superior –indicaba
Ralph Waldo Emerson– es siempre un profeta, siempre ejerce la función precisa
de los profetas hebreos históricos, y no es por ello menos hombre de letra,
sino mucho más “.
Seguramente el período histórico durante el cual
escribió su obra, los aspectos retóricos en la concepción estética imperante
–el imperio orgiástico de la forma,
según Gorostiza; el tono crepuscular, etc. – impidieron que Michelena brillara
con la intensidad que un lector de finales del siglo XX exige, acaso en una
actitud desmesurada. Recordemos que esos tiempos no fueron propicios para
exaltar la presencia de las creadoras,
de las artistas y escritoras, como ocurre en el presente, donde los nombres
femeninos surgen con regularidad, al igual que su visión del mundo. La preocupación
existencial, su sinceridad para cantar, prevalece en la obra de esta poetisa
hidalguense. De espaldas a su origen divino, sagrado; expulsada de la gran
fuente universal, su poesía evoca esta raigambre superior. Hay, en su lírica,
una eternidad irrevocable, cierta sombra erosionada, una luminosa
presencia taciturna, nostálgica; un espíritu indomable, inquebrantable, frente
al ignominioso embate del mundo con su horario
carnicero, como externa de manera contundente en Piedra de sol (Cf. UNAM,
Material de Lectura No. 7, Méx., 1986) el poeta Octavio Paz.