lunes, febrero 28, 2011

RUBOR DE LA CENIZA

Por Lizbeth Padilla

Primer acto. Dios hizo a la mujer
Desde los primeros poemas de esta antología poética que estamos celebrando, la mujer es el chorro de luz que colma al poeta. Es ella el pretexto inicial para cantar, pues se podría llamar Mirthea, Urania o Daphne, siempre que tenga labios que no cambien.
Para Óscar Wong el mundo es una constante batalla, donde todo se confabula contra la paz y los enamorados. Sin embargo, él desplegará todas sus amorosas armas para combatir el desamor y prender el deseo en todo momento. Cito: “Sé que más allá de los puños apretados se abre una calle de ternura”.
Uno de estos demonios, la inarmonía, toma la forma de gorgona. También la muerte es otro enemigo para la realización del amor, pero éste se torna un escudo ante la muerte. Cito: “Destello de sol sobre la cresta de la ola/ esta canción es para ti. / Esta semilla reverbera en tu regazo. Esta raíz se aferra a los espejos. / Espantada la muerte retrocede. / No más dolor”.
A pesar de escribir algunos poemas donde se indigna ante el dolor del hombre debido a las injusticias, antepondrá siempre el cuerpo de una mujer a cualquier otra cosa: “¿qué espera el mundo cuando cambio/ la Historia por tu vientre?”.
Y se me antoja imaginar a este poeta amigo en la época del medioevo, luchando lanza enristre contra los enemigos de su doncella. No en balde escribió en un poema que como unicornio arremetería contra la doncella. ¿Hay algo más encantador y misterioso dentro de los animales medievales que un unicornio?
El poeta ama, sabe deletrear el cuerpo femenino y nos entrega poemas de ardiente contemplación a lo largo de este volumen.

Segundo acto. El poeta quiere tocar a Dios
Cuando nombramos, salvamos el vacío. Del caos hacemos surgir la creación del poema. Escribimos para nombrar lo innombrable e intentar definir lo inefable. Ahí radica la magia del oficio del poeta. La Verdad la revelan los poetas. La poesía y el arte son portadores del resplandor del ser y camino al conocimiento. Jacques Maritain considera la experiencia poética como una vivencia análoga a la experiencia mística. Toda civilización comienza a explicarse el porqué de la existencia al intuir la presencia de otro mundo paralelo al nuestro, llamémosle el mundo espiritual. No es una coincidencia que los libros más antiguos con un profundo contenido místico utilicen un lenguaje poético, cargado de imágenes poéticas y metáforas, entre otras figuras retóricas.
Óscar Wong, poeta de fin del siglo XX abre ventanas a la otredad en el magnífico poema El conjuro del druida. De pronto nos deslumbra diciendo: “Veo a los hombres sucumbir, desvanecerse: marionetas que rompen sus amarras”. Estos versos bien pueden aplicarse a lo que vivieron las tribus perdidas en alguna selva africana, a los israelitas luchando contra los cananitas muchos años antes de Cristo o a la desventajosa guerra que actualmente se libra en el Medio Oriente. Wong musita que cual ángel ignora si camina entre los vivos o los muertos. Además se atreve a escudriñar en aquellos parajes de la historia y del mito a donde el hombre difícilmente podría acceder si no fuera iniciado o poeta: “Yo sé que Adán cayó para que el hombre tuviera gozo y alegría”.
Y a modo de mantra, grita tres veces entre el zureo de las aves, eleva las palmas de sus manos, unge su cabeza con ceniza y trementina. El número tres es un número sagrado, además de significar en las creencias cristianas la trinidad, también apela a los Tres tiempos de los espiritualistas trinitarios marianos: el Primer tiempo, Moisés; el segundo, Jesús; y el tercero, el Espíritu Santo.
Comulgo con Óscar cuando escribe: el ayer es sagrado para quienes cantan.

Tercer acto. Solo frente a la caverna
En el principio fue el Verbo y seguro que ese verbo fue: cantar. La poesía es oral en su génesis, hermanada a la danza del cuerpo y al ritmo de las cosas. Óscar Wong cierra esta bella antología con un poema de largo aliento cuyo título es sublime. Ya desde el título, Espuma negra, nos previene de la sensación de soledad que el hombre vive ante ciertas maravillas de la naturaleza.
Me recordó al poema Idilio salvaje, de Othón, pero en vez de desiertos y sequedad de ambiente, aquí sucede todo lo contrario: hay manantiales. Donde ambos poemas se tocan es en la presencia de lo majestuoso y lo inconmensurable: “Estériles abismos sin columnas/ los severos rincones de las grietas crujen/... Qué alboroto en el risco, qué manantial aterrador/... Mientras la veta sube/ desgranando la aridez en copos negros/ el vacío se carcome/... el silencio es de barro/ Todo es peñasco, opacidad,/ el vasto asombro de metales negros”.
El poeta inscribe sobre la piedra: “La caverna es mi casa/ Y las piedras mi historia sordomuda”. Pero aquí estamos contigo, Óscar, para acompañarte a poblar esta caverna llamada Rubor de la ceniza, y esperamos que no sólo sea por hoy.

Wong Óscar, Rubor de la ceniza, Edit. Praxis, Colec. Dánae, 2002, 92 pp.