LA MUJER EN LA POESIA MEXICANA
Por Óscar Wong
Hasta la fecha aún no existe el
concepto de poesía femenina. Héctor Valdés, por ejemplo, en su libro Poetisas mexicanas. Siglo XX (UNAM,
Méx., 1976) que pretende ser la culminación del estudio de José Ma. Vigil (Poetisas mexicanas. Siglos XVI, XVII, XVIII
y XIX, Méx., 1893) no indica ningún concepto esclarecedor al respecto:
simplemente se concreta a enumerar la producción de las mujeres mexicanas.
Destaca que en el siglo XIX no haya ninguna poetisa representativa, aunque al
finalizar el siglo nace María Enriqueta Jaramillo de Pereira, la cual destacará
en los primeros lustros del nuestro, a la par de otras menos conocidas.
Enrique
Jaramillo Levi, en su libro 125 mujeres
en la poesía mexicana del siglo XX
(Promexa Edit., Méx., 981. El estudio es capital por cuanto rescata y valora la
obra de un buen número de mujeres hasta ahora desconocidas en el ámbito
literario), tampoco da una respuesta específica. De hecho no considera el
concepto de “poesía femenina”, aun cuando señale algunos rasgos pertinentes en
la expresión de las mujeres, tales como el lenguaje intimista, el amor (para
celebrarlo o lamentarlo), lo místico-religiosos y, desde luego, la problemática
social. Jaramillo Levi maneja algunas actitudes características en este tipo de
producción poética, pero no llega a puntualizar una idea exacta, justa, sobre
el término que ahora nos importa. El crítico señala que, “aunque empieza a
manifestarse una efervescencia <<feminista>> entre ciertos núcleos
femeninos de la población en México y en algunos otros países latinoamericanos,
todavía no se da una <<poesía feminista>> estéticamente realizada
que acompañe y exprese estas inquietudes” (Op.
cit).
En
efecto, el campo conceptual continúa virgen, aún cuando el interés por el tema
llegue a otros ámbitos. Por ello, Isabel Fraire manifiesta lo siguiente: “La
<<sensibilidad femenina>>, existe sólo cuando la mujer trata de
adaptarse a un cartabón social (el amor, la ternura, la abnegación, la dulzura,
es esperada hipersensibilidad). Cuando una mujer asume su temática, lo que
significa ser mujer, como es el caso de Sylvia Plath, entonces hay una
diferencia con la temática del hombre, claro. Pero en estos casos la
sensibilidad es todo lo contrario de lo que se supone femenino: es violenta,
amarga, rencorosa, cerebral, dura. Así es la obra de Sylvia Plath. No es que
exista una <<sensibilidad femenina>>, no, sino que ésta ha sido el
producto histórico de la limitación y programación pedagógica de la mujer” (Cf. Enrique Jaramillo Levi, “Isabel
Fraire: un gesto que converge en la poesía. Entrevista con Isabel Fraire”, Casa del tiempo, No. 9, Méx., mayo de
1981).
Fraire
en su conversación con Jaramillo Levi, es clara, contundente: la humanidad es
reflejada en la mujer –incluso a través de la amarga contradicción–: las
pasiones y sentimientos son, de hecho, asexuales; cuando son expresadas por el
hombre, la perspectiva es masculina y cuando es por la mujer, la óptica es
femenina. La circunstancia no es de Perogrullo; la situación no es,
necesariamente, evidente: ¿por qué tal o cuál género? ¿por qué masculino o
femenino? En el arte, como en cualesquiera situaciones, se debe hablar de
Humanidad. Esto es aclarado por Fraire: “En la medida en que la mujer es
honesta, se brinca la barrera de lo que se supone es su sensibilidad, y
entonces te da cosas como la lucidez, la violencia, la franqueza. Se trata más
bien de una manera más informada y consciente de abordar la temática de la
mujer, y no de una sensibilidad especial. Las novelas de la señora Elizabeth
Gaskell, inglesa, son importantísimos ejemplos de lucidez, igual que las de
Virginia Wolf y la obra de Sor Juana. Otro ejemplo sería el de Emití Brontë con
Cumbres borrascosas. Lo que ocurre es
que hay seres sensibles que son mujeres” (Op.
cit., ib.).
Insisto:
estéticamente realizada con un leit motiv
determinado, con tal o cual característica esencial, a la fecha no existe el
concepto de literatura –o poesía– femenina… a pesar de las ponencias que las
mujeres presentaron durante el IV Congreso Interamericano de Escritoras,
realizado en el Palacio de Minería de la ciudad de México, en el primer
semestre de 1981. Sin embargo, el concepto podría derivarse al observar de
cerca la expresividad lírica de diversas mujeres mexicanas contemporáneas y
conocer esa particular sensibilidad, cómo enfrentan el fenómeno poético. Para
ello me valgo de tres autoras mexicanas: Elena Milán, Kira Galván y Maricruz
Patiño; me apoyo, además, en la obra de Coral Bracho (Premio Nacional de Poesía
1981, con su libro El ser que va a morir)
y termino con Mara y Vera Larrosa enfrentadas a Hilda Bautista. Las siete
autoras representan, al margen de otras circunstancias ajenas a la literatura,
las tendencias poéticas más relevantes de la actualidad (en técnica y contenido).
En
el caso de Elena Milán, el velo de la indiferencia cubre una obra dispersa en
suplementos y revistas culturales de importancia: el “descuido” de los críticos
y observadores se hace presente, una vez más, ahora que esta poeta ha publicado
su primer poemario; me refiero a su Circuito
amores y anexas (Edit. Latitudes, Colec. “El pozo y el péndulo”, Méx.,
1979); en este libro, intenso, a diferencia de María Luisa “China” Mendoza
–quien destaca las condiciones de las mujeres mexicanas de principios de este
siglo con un aire nostálgico (V. Las
cosas, Edit. Mortiz, Serie “Contrapuntos”, Méx., 1976) –, Milán enumera
críticamente la situación prevaleciente en la mujer madura, trasladada hasta la
época actual. La autora, de hecho, se revela ante esta situación absurda:
Sus buenos sentimientos les mandaron
vigilarnos como a camelias
en caja de cristal:
nos mantuvieron lejos de lo ofensivo, lo vil,
lo deleznable, en un
mundo mentiroso de príncipes con título
universitario u olor a latifundio.
En Circuito amores observamos muy de
cerca la descripción del contexto sociopolítico actual, la cosificación del
hombre –y la mujer, of course–, la
tecnocracia desfilando en cada imagen, en la ironía: de hecho enjuicia a la
época, donde el individuo es metamorfoseado en número, en objeto; persisten las
escenas cotidianas del amor, terca-rabiosa-ilusamente ido, recobrado. El hombre
–de acuerdo con la perspectiva de esta poeta– resulta un simple macho, un
semental que aspira a regocijarse con la hembra. La ironía salta, desde luego,
en latigazos poéticos: ¿te gusta mi cadera?/ ¿tratas de adivinar si tengo
rabo?/ ¿quieres acariciarme el pelo?/ ¿encontrar el brote de algunos cuernos? Elena
Milán está atenta a los procesos sociales. La visión del mundo es materialista
y acaso por lo mismo se plantea cierta libertad en sus contenidos y
proposiciones poéticas: ellas es una mujer “liberada” de los atavismos; una
mujer contemporánea, sin complejos, inmersa en un contexto sociopolítico tal,
que incluso las armas bacteriológicas del imperialismo norteamericano se
presentan, en esta temática, como una virtual contingencia. El libro de Milán
es la manifestación tenaz de una mujer madura, aún joven de edad, que lucha
contra la cultura varonil tradicional; deseos, inhibiciones destruidas, son las
actitudes que la autora maneja a veces a través de su discurso metonímico; en
consecuencia, la prosa y el verso se acercan hasta crear un entorno lírico
único, válido en primera instancia, aun cuando formalmente pretende manejar el
verso en distintos metros, a manera de prosa cortada. Iracundia y sarcasmo
puntualizados por ese toque femenino como característica esencial. En resumen,
eso es Circuito amores y anexas: el
sarcasmo llevado a otras condiciones vitales; la contingencia amorosa
enfrentada a la perspectiva contemporánea, visualizada por una voz de mujer,
sensual y positiva, ilusionada y contradictoria. Real, ara calificarla con una
única palabra.
Del sexismo ideológico
Kira
Galván (México, D. F., 1956) está más politizada que Milán; para esta joven
poeta –quien por cierto obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven de México
“Francisco González León” en 1980–, la poesía es objeto y sujeto de la historia
y por tanto tiene la función de reflejar, críticamente, la realidad social
imperante. En este sentido, la temática de Galván –el amor. El sexo, los
acontecimientos cotidianos, la relación económica– persiste para entregar las
contradicciones que la dinámica del mundo impone. Su poema “Contradicciones ideológicas al lavar un
plato” (Cf. Carlos Monsiváis, Poesía mexicana. 1915-1919, t. II,
Promociones Editoriales Mexicanas, Méx., 1979. El mismo poema fue incluido en Asamblea de poetas jóvenes de México, de
Gabriel Zaíd [Siglo XXI Edit., Méx, 1980]) es, más que nada, una crónica de los
cómos y los porqués; en este simple hecho circunstancial –asear la vajilla– se
encuentra, connotativamente hablando, el enfrentamiento de clase entre el
hombre y la mujer.
En
el poema de Kira, la historia se encuentra presente como una virtual afirmación
hegeliana, como una adecuada herramienta metodológica. Un guiño a Engels y Marx
se traduce en los versos que se citan:
Contradicciones ideológicas al lavar un
plato, ¿no?
y también explicar
por qué me maquillo y
por qué uso perfume.
Por qué quiero cantar
las bellezas del cuerpo masculino.
Quiero aclararme bien
ese racimo que existe
entre los hombres y las
mujeres.
Aclararme por qué cuando
lavo un plato
o coso un botón
él no ha de estar
haciendo lo mismo.
Me pinto el ojo
no por automatismo
imbécil
sino porque es el único
instante en el día
en que regreso a tiempos
ajenos y
mi mano se vuelve
egipcia y
el rasgo del ojo se me
queda en la Historia.
La sombra del párpado me
embalsama eternamente
como mujer.
Por
supuesto que este ceremonial “insignificante” al aplicarse el maquillaje,
independientemente de su rigen primitivo, asume otra significación menos
evidente: connota la manipulación de que son objeto las mujeres en este último
tercio del siglo XX. La conciencia de Galván, siempre atenta a las relaciones
sociológicas y económicas, puntualiza sobre la dialéctica, ironiza sobre la no superación de las contradicciones.
Poéticamente hablando, el maquillaje esconde diversas acepciones:
Es el rito ancestral del payaso
mejilla roja y boca de
color.
Me pinto porque así me
dignifico como bufón.
Estoy repitiendo/
continuando un acto primitivo.
Es como pintar búfalos
en la roca
y ya no hay cuevas ni
búfalos,
pero tengo un cuerpo
para texturizarlo a mi gusto.
Uso perfume no porque lo
anuncie
Catherine Deneuve o lo
use la Bardot
sino porque padezco la
enfermedad
del siglo XX, la
compulsión por la posesión:
creer que en una botella
puede reposar
toda la magia del
cosmos,
que me voy a quitar de
encima
el olor de la herencia,
la gravedad de la crisis
capitalista…
Las
reflexiones de Galván son esenciales en su poesía; su voz –profundamente
subjetiva, históricamente objetiva– se desenvuelve en un lenguaje directo,
vital, identificado con las circunstancias de nuestro México. Las dos actitudes
señaladas por Miguel Donoso Pareja –actitud rebelde y posición revolucionaria–,
se encuentran presentes en Galván. En el primer caso, ciertamente, “se trata de no obedecer, de resistir, de
salirse de un orden al que se considera –y la mayor parte de las veces lo
es– injusto. En el segundo –la
actitud revolucionaria–, el asunto está por tirar abajo el orden, en cambiarlo” (Prólogo de Poesía rebelde de América, Edit.
Extemporáneos, Méx., 1971: 9-10. [El subrayado es mío: OW]). La soledad, empero,
también embarga a la autora; se sabe en el mundo, en la fugacidad vital, y por
lo mismo se preocupa por realizar una existencia plena… a pesar del sexismo que
impera en la sociedad contemporánea. Incluso ha deseado comportarse como todas
las mujeres, las otras, las inconscientes con sábanas limpias y cama
matrimonial, TV a las diez de la noche y reunión familiar –invariablemente– los
domingos. La autora pensó que “podía llegar a ser estúpidamente feliz” en un
mundo creado por los hombres. Galván es una poeta que canta al sentimiento
humano, a la plenitud de las contradicciones, donde el amor –finalmente– es
parte esencial de la vida y que puede transformar al sujeto y –¿por qué no? –
al mundo:
Soy un incendio./ Mi pelo, es el pelo de todos/ porque lanza llamaradas/
hacia lo desconocido./ Así es que, si él viene a buscarme,/ díganle que me
transformé/ en una gran hoguera.
Kira Galván, a mi juicio, es quizá la voz más
completa en la poesía femenina de México, en vías de ofrecernos una obra
inobjetable: sus recursos son variados, numerosos, y su actitud muy necesaria.
La nostalgia del presente
En
otro orden de ideas, Maricruz Patiño (México, DF. F., 1959) destaca al lado de
las poetas estudiadas anteriormente. Su libro La circunstancia pesa (UNAM, Colec. Cuadernos de poesía, Méx.,
1979, 95 pp.) lo confirma. Pero si en Milán la voz es ironía, volcada en eterna
protesta; si en Kira Galván la poesía hurga en la Historia, en la lucha de
clases y busca la superación de las contradicciones, en Maricruz Patiño la
realidad pesa –también– sólo que de manera sutil. Y es que, de hecho, en Patiño
los acontecimientos circunstanciales sirven para realizar una crónica de la
existencia. Testigo de su tiempo, Patiño asiste a los cambios físicos
espirituales de manera pasiva, preocupada más por las descripciones que por las
acciones mismas.
Si
Galván reflexiona crítica y objetivamente, la autora de La circunstancia pesa se ocupa de anotar los acontecimientos
cotidianos con pasividad; por ende, su voz es tranquila, con un tono clásico,
paisajista, aunque de ninguna manera elude su condición vital ante lo fugaz de
la existencia:
Lo recuerdo todo.
La vida es otra y la misma.
Regresa nuevamente
para envolverme en la
demencia
de tener que nombrarla.
Más
próxima a Rosario Castellanos, la autora puntualiza como aquélla en la
decantación de las relaciones, en la cultura como instrumento de observación.
El pretérito, la posibilidad de la carga connotadamente antigua, vieja, asoma
por entero. El amor, la nostalgia, son expresiones que naufragan en el
presente: el tono de tragedia de la Castellanos surge con elegancia mesurada:
La
corriente de la vida me arrastra
Y
en tus ramas se quedan mis despojos
Y
en el último lago desembocan los tuyos.
En
el fluir del río me voy desmemoriando
Y
sólo el acabarnos persiste.
Te
miro, sales de la tumba:
Reviso
los vestigios, los perfumes nocturnos,
Reconstruyo
el principio
Y
todo ha sido lo mismo: decantarse.
Por
supuesto que, en ocasiones, se rebela en contra del papel de la mujer: cuando
lo hace desde la ironía, como sin desearlo… pero apuntando hacia el blanco, a
la herida dolorosa que es la sociedad:
Tú
que un día dijiste de mí la mejor de las diosas
Tú
que dijiste que harías una gran artista
Tú
que estabas conmigo y ya lo ves
Hasta
he llegado a sentirme un Roque Dalton
Asesinado
por el mismo puño que se amaba
Y
ya lo vez me has despojado otra vez
De
toda la poesía y arrojado de nuevo
Arguyendo
no sé qué
Sobre
la perspectiva histórica y sus heces.
En
las cuatro partes de que consta el preario, la autora recurre a su particular
circunstancia para describir el mundo. La añoranza, es, acaso, el fardo que
hace el que su poesía no se entregue a la libertad que persigue: añoranza por
el tono confesional, inhibición al rompimiento del ritmo. En La circunstancia
pesa, Maricruz Patiño forcejea con ella misma, con sus propios contenidos, lo
cual se traduce en un poemario bien escrito; pero sin el desfogue que su
espíritu necesita, sin la libertad expresiva que sería más acorde con lo que
–se deduce– es su yo herido.
Alegoría de la contemplación
Por
su parte Coral Bracho (México, D. F., 1951) se esconde en un barroquismo
lírico, donde la imagen está al servicio de la ambigüedad aparente. Bracho
tiene un compromiso ineludible: superar ese intenso poema suyo, Peces de piel fugaz, publicado por el
sello La Máquina de Escribir (Méx., 1977. La edición es de las llamadas
marginales, por ello sería conveniente una edición de mayor alcance). Aquí su
poesía alcanza el tono universal, genérico que califica a los grandes poemas,
esos que subsumen una realidad y la transforman. Peces de piel fugaz es un
inmenso poema que revela la magnitud –mejor dicho, la posibilidad de esta
dimensión, si consideramos que Bracho es joven y puede, debe, continuar
creciendo–, la categoría de poeta, su trascendencia.
El
poema es un largo deslumbramiento, una fiesta de los sentidos. Atmósferas,
sensaciones; imaginario movimiento de la cámara cinematográfica irrumpiendo en
un paraje virgen. Bracho recurre al agua como punto de partida para destacar el
movimiento escenográfico: como Gorostiza, quien en Muerte sin fin descubre las causalidades de la forma, cambiante y
unívoca, del agua –de la realidad, en su sentido más extenso–, la autora
utiliza el líquido vital para cantar con júbilo el asombro: la misma alegría de
Francisco de Asís, la vastedad del descubrimiento del hombre mítico escapado de
la caverna platónica. La alegoría es clara, sólo que aquí, en Peces de piel fugaz, el conocimiento
deslumbra, pero no enceguece; marea, pero no entorpece. Ascenso y contemplación
que vitaliza el espíritu:
Todo se esparce en amarillos. Los monos
saltan.
Antes, cuando miraba el tiempo como se palpa suavemente una seda, como
se engullen peces pequeños. El sol desgajado del aire haces del polvo.
En un espacio abrupto pero preciso; a partir de
entonces los árboles. Hacia abajo las ganas irrefrenables.
Los monos, como dijeron todos, eran salvajes; cuerpecillos tirantes y
amarillentos. El juego era portentoso, desarraigado; las manos, llenas de lodo.
El agua brilla; en sus ojos la noche es un
impulso vago y oscilatorio, una tajada oscura –boca finísima– lo delínea. Pero
empezar aquí con el consuelo de ver a todos enardecidos, y mirar de improviso
sus dedos híbridos, infantiles.
Para
Coral Bracho el mundo podría ser una zona de penumbras, umbral de nostalgias reblandecidas; el paisaje descrito con júbilo,
la kínesis que impulsa esta naturaleza es total. Pero, ¿qué mundo describe la
poeta? ¿El del primer hombre y la primera mujer, asombrados por el movimiento
luminoso; el futuro, acaso, luego de un holocausto nuclear; la vuelta, después
de milenios, del hombre lleno de inocencia? Quizá sea, apenas, una ensoñación,
un guión aún por realizar donde manos infantiles se muevan ante la cámara,
hurgando en un bosque ideal. Después de todo la realidad es insondable,
irrepetible, siempre nueva en su transcurso agónico:
Y es el instante; pero empezar aquí. Sus ojos ávidos, insondables. En
sus bordes espesos, las voces, las aguas cambian; peces de piel fugaz.
Sorprende la voz de Bracho,
sorprende por sus amplios recursos, por las intenciones al asumir, con
responsabilidad crítica, la enorme herencia literaria mexicana que empieza con Primero sueño, de Sor Juana, y culmina
–hasta el momento– en La flama en el
espejo, de Bonifaz Nuño, o en Las
cuatro estaciones, de Jaime Labastida. Coral Bracho tiene, de hecho, un
compromiso: superar con su propia obra futura ese poema –perenne en su dinámica
interna– que transcribe el movimiento de la naturaleza, el conocimiento del
espíritu: Peces de piel fugaz.
Del sexo y sus alrededores
Entre la expresividad convulsa de
Mara Larrosa (México, D. F., 1956) y a sensualidad deliberada de Vera del mismo
apellido, se ubica la pasividad natural de Hilda Bautista (México, D. F.,
1956); en las tres autoras el sexo es esencial, aunque observado –y degustado–
desde circunstancias diferentes (y opuestas en ocasiones). En Mara, la
semejanza de los cuerpos es vital, pero no esencial:
Es la luz que tiene que entrar en la
oscuridad, por eso me han crecido los árboles en las orejas, por eso se ha
extendido mi esencia femenina hasta ti, tan cercano tu sexo, tu vientre plano,
hermoso. Hasta ti temblando, para ti derramando: me he dado cuenta que somos
semejantes. Amo tus piernas blancas, tus brazos blancos.
En Vera Larrosa (México, D. F.,
1957), el anhelo se vuelca en una relación urbana, cautamente femenina. Dolida,
tiene que iniciar el rito sexual, sexista, acaso porque para los hombres la
mujer es simplemente “un diminuto grano
de pimienta” Mara parece ser más desinhibida que su hermana al expresar sus
contenidos utilizando todos los recursos disponibles. Fluida, no obstante sus
largos versículos, transformados casi en una prosa rítmica, Mara canta con
transparente inercia todo lo que acontece a su derredor; poesía preocupada por
vivir, por existir, a pesar de los aires críticos, casi apocalípticos, que
nublan al mundo:
Alguien amará los últimos patos del lago,
alguien amará el volumen del mundo, la intimidad, los rasgos de cada edad, de
las rocas que alcance a conocer.
En el poema denominado Agosto, hola poeta, te amo (V. la
revista Le prosa, No. 1, Méx.,
abril-junio de 1980, s. p. [aunque por el orden debía ser 60-61]), Mara canta
sin más la trascendencia del mundo: su insinuante valemadrismo no es una
posición aberrante, tampoco es una actitud hipócritamente asumida. Lo que
sucede es inobjetable: la poeta no puede aclarar la significación del momento;
lo capta, así sin más, y lo entrega. La intuición, por supuesto, hace exclamar
que posiblemente existe algo que trasciende, pero no es la simple forma de las
cosas o de los individuos. Asistimos a la interrogante de Gorostiza, reflejada
–una vez más– en una expresión convulsa, más acorde con nuestro tiempo. Y por
eso –puntualiza sobre lo perenne y universal, captar la esencial dinámica del
universo– hace válida la obra de Mara Larrosa.
Vera, por su parte, está muy próxima
a Kira Galván cuando alerta su conciencia sobre las particularidades de lo
cotidiano; aunque por su intención y tono, por su ironía y aparente júbilo,
esté hermanada con Elena Milán. Como esta última autora, Vera se dedica a
coquetear con el mundo varonil, buscando no un enfrentamiento, sino un lugar,
un sitio donde arrojar sus dardos; por lo mismo, el enfrentamiento de clases,
las contradicciones ideológicas de Kira, son superada por Vera n una
“simpática” comedia que, a la postre, resulta trágica:
Los dos hombres que amo son viciosos
pero
adorables
les he
mandado flores a su camarote
y versos
bellos y versos malos.
Parece que
yo fuera el caballero en vez de la dama…
Su
poesía es una larga descripción del precario universo femenino: precario por lo
absurdo, por el lugar que ocupan los valores humanos; absurdo porque, todavía,
las mujeres se duelen de las circunstancias imperantes, cuando ellas –las
mujeres– propician este orden de cosas:
¿Cuándo seré amada en los hoteles y en los
campos?
¿Cuándo
peinaré la melena larga o corta de mis señores?
El frasco
de pastillas suicidas
viajará en
mi carne!
Habrá un
drama hasta en mis calcetines si el impacto y
el éter
florecen!
Ya no
resisto los abandonos…
Pero
si Vera Larrosa describe situaciones límites, si se duele del status quo en
tanto víctima. Hilda Bautista vuelca su ternura en el candor de una mente bella y fresca. Hilda es clásica en su tono
y en su contenido: es intemporal en su propio universo, en su estructuración.
Incluso utiliza el soneto para dar salida a la frustración de no tener el manso
alivio de otra piel amarga. Sin embargo, en su aparente pasividad, en su
entrega a sus formas clásicas, persiste un espíritu que irradia inconformidad.
Sólo que aún no quiere, o no desea, destacarlo. Mientras las otras poetas
hurgan en las relaciones sexuales la verdad de las cosas, la esencia envuelta
en la forma, Bautista pretende visualizar los cómos y los porqués en la
inteligencia, en los procesos cognitivos, en los factores del pensar. Para esta
artista de la palabra, el elemento racional es el núcleo axiológico de su
temática. En este sentido no es raro que derive a una estructura estática como
es el soneto endecasílabo, aherrojado en catorce versos y con una consonancia
ya muy transitada.
¿Respuesta insatisfecha?
La
interrogante, luego de la observación directa de siete poetas mexicanas, vuelve
a cobrar impulso: ¿existe una poesía femenina? Si ello es cierto, ¿cuál es su
característica primordial?, ¿cuál su fundamento ideológico?, ¿cuál su
expresión? De hecho la poesía femenina en México existe: puede detectarse de
inmediato por ese tono de reproche, de crítica respuesta a un esquema cultural
propuesto desde siempre por el hombre. Ciertamente, no existe una sensibilidad
especial en la mujer, sólo conciencia y lucidez para enfrentarse a los
fantasmas interiores y exteriores. Y a todo ello, dicha sensibilidad –retomando
el juicio de Isabel Fraire– debe surgir en un contexto histórico determinado,
puesto que todo punto de vista artístico, toda expresión, es social (Cf. Op. cit.).
Recapitulando:
existe poesía femenina en México en la medida en que se unifiquen las
posiciones y tendencias de las poetas al expresar sus contenidos desde la
óptica particular de la mujer, destacando la categoría de lo universal. La
humanidad, reflejada por el punto de vista femenino, debe ser un factor
insoslayable. Y la honesta lucidez para enfrentarse a sus propios recursos, a
su particular y singularizada problemática.