Aportaciones


Semántica de la Nostalgia
Es interesante advertir cómo las imágenes revelan la emoción del instante; la función emotiva con una existencia propia y alcanza categorías nominales y verbales. Por ende, en la poesía se registra la voraz transitoriedad del mundo y su repercusión inmediata en la existencia, de manera que emotivamente hablando, todo se vuelve testamento, testimonio, y conforman este universo de sonoridades. El ritmo, la intención, el verso ajustado, fijan una función ritualista, un ceremonial lúdico de palabras que recobran su vitalidad, su uso primigenio.  Así, la realidad se devela con un valor sonoro, significativo. El hombre, por supuesto, está hecho de tejidos y obscuridades; melancolía monótona en duermevelas. Claroscuros y nostalgias que se aposentan en el estado de ánimo del individuo. Pero si éste es poeta, el murmullo se transforma en voz, en ritmos que de alguna manera traducen y captan esas atmósferas y sensaciones. Enoch Cancino Casahonda[1] es, por lo mismo, un poeta que desde “tierra adentro” nos entrega la esencia de la naturaleza vital, con un aire tranquilo, ennoblecido, con un tono genérico, universal, del hombre hermanado con todos los hombres. Su canto es universal, ciertamente, singularizado por la categoría de lo particular. Lo prueban, también, los poemas que resumen su producción lírica. Médico de profesión, presidente de la Corresponsalía del Seminario de Cultura Mexicana en Tuxtla Gutiérrez y miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1974, Enoch Cancino Casahonda publicó, entre otros, los poemarios siguientes: Con las alas del sueño (1952), La vid y el labrador (1957), Ciertas canciones (1964), Estas cosas de siempre (1970), Antología poética (1979), Tedios y memorias (1982) y bajo el sello editorial de Katún, en su serie “Poesía contemporánea”, La vieja novedad de las palabras (1985).
Su Antología poética (1979), demuestra su inmaculada vocación lírica. En palabras del maestro Alfredo Cardona. Peña: “Estos poemas de Enoch Cancino Casahonda se leen y festejan como países interiores y una vocación sin mácula”. Sí, una vocación sin mácula es cantar a la substancia del hombre hecha poesía. Y eso caracteriza y ennoblece la producción poética de Enoch Cancino Casahonda. Cierto: la sencillez de su palabra –vieja novedad, ciertamente–, los temas de su poesía, su profesión, hablan de la hondura humana y de su espíritu de servicio. Según Mauricio Magdaleno, como médico recuerda “aquel otro chiapaneco de Comitán, Belisario Domínguez, que viajaba a lomo de nula para atender a una parroquia desamparada y que sufrió en México abominable sacrificio. Recuerda a otro altísimo poeta, médico de villorrios, Enrique González Martínez”.
“Ser hombre es eso: llevar a lomo de mula o en rasguñada camioneta las manos que curan, o el secreto de las cosas que dan nombre al destino, o al ejercicio de un decoro por el cual cobra el mundo su cabal dimensión, o poner en el oficio la dignidad de un ministerio, o soltar al sol de cuerdas del alma a mitad de la calle y todo lo demás que impide que la vida se venga abajo roída por la sordidez de encallecida codicia ... La historia de un poeta de tantas facultades humanas –continúa Magdaleno– carece del aparato que han puesto de moda las fanfarrias. Le bastó sacar sus entresijos para expresarse”. Por ende, Enoch Cancino Casahonda es poeta profundo capaz de enaltecer y rescatar las fibras más últimas del alma humana debido a la desnuda intemperancia de su verso. En su obra vibra la provincia a plenitud. En su particular regionalismo, en su autorreconocimiento, se encuentran –justamente– los valores universales de la poesía. No obstante, en Tedios y memorias adopta un tono melancólico, pausado, lleno de monotonías: obscuridades y claroscuros enfrentados a la luminosidad del recuerdo. Setenta poemas que glosan el transcurso del hombre, ese ser social atenaceado de contradicciones y desesperanzas. Ciertamente: en Tedios y memorias persiste una visión terrenal. Sabe de antemano que todo transcurre así, con una única meta: la desaparición física; por lo mismo, ante esta contundente revelación, el poeta plantea con sencillez situaciones sentimentales para darnos la profundidad de las cosas. Pero aclaro: en su obra anterior, Cancino Casahonda utiliza la asonancia y en ocasiones, la consonancia, lo cual da a su verso esa vibración externa que la hace impactar el oído. Veamos un ejemplo rescatado de su poemario Con las alas del sueño:

                                “El amor viene un día
                               cabalgando en las cosas.

                               Viene escondido

                               en el ministerio de la misma brisa
                               y en el contorno de la misma rosa”

Esta musicalidad del verso se ha transformado en un tono petrificado, prosaico, y el ritmo y el sentimiento contrapuesto a la reflexión.
De hecho, hay sentencias y aforismos en el libro: Todos los poetas queremos ser originales y el problema a vencer es que la vida no tiene nada de original y el que se aleja de ella acaba por meterse en honduras, dando palos de ciego. Si en La vid y el labrador se planteaban situaciones históricas, e incluso civiles (como ese Perfiles sobre Juárez, que recibiera el Premio Ciudad de México hacia 1957, en Tedios y memorias se tocan con más sencillez, aunque con la misma profundidad, el qué de las cosas y del mundo.

                               “Ser solemne

                               la inquietud de la hormiga

                               buscando su hormiguero

y no llevarse a cuestas el universo
sino la hojita seca
la migaja de pan,
una esquirla del hueso de la luna”.

En Ciertas canciones se invoca a la soledad, a la muerte, al sentimiento que nos hace hablar de Dios y de nuestra pequeñez con un tono vibrante, cálido. Es la voz de un amigo que canta cuanto la lluvia trasciende a la tierra y nos embriaga con un sentido profundamente nostálgico que nos hace ponernos reflexivos, meditabundos:

                               “Andar ayuno de mujer.
                               de personas afines,
                               de un Dios en quién creer.

                               Andar como en el tiempo de los soles

                               sin futuro y el ayer.
                               Andar como en la rueda del destino
                               sin haber sido y sin dejar de ser”.


En su primer libro, Con las alas del sueño (Gob. del Edo. de Chiapas, 1951); Cancino Casahonda canta con pueril sencillez al amor, a esa relación intensa que existe entre un hombre y una mujer. Aclaro: el término “pueril sencillez” debe ser ajustado en su sentido estricto, no con ánimo peyorativo, por cuanto si consideramos su tiempo de creación –la década de los cincuenta, representada por la poesía cultista, de espaldas a la realidad sociopolítica– esa es la imagen exacta de sus poemas; es decir, el concepto es etéreo, sutil, no aplicado a la realidad de la pareja; aun cuando lo sublime sea primordial, ello da lugar al dolor; un juego contradictorio, petrificando las relaciones:

                               “Ese es todo el amor
                               espina y ala.
                               Una persecución eterna de la espuma,
                               un destino entreabierto en la ventana”.

El poema que proporciona título al libro es sugestivo: su tono es suave, como un susurro de alas; aquí todo es ensoñación, lleno de sutilezas, derivado de la concepción poética de la época; en cambio en La vid y el labrador (Juan Pablos Edit., Méx., 1957), acaso preludiando los movimientos sociales que cerrarían la época –la huelga ferrocarrilera en 58 y 59, la aparición de los poetas amotinados, etcétera- Enoch Cancino Casahonda irrumpe en la poesía civil –con poca fortuna en el ámbito actual, salvo ese Amor, Patria mía, de Efraín Huerta-; por su intensidad destaca “La aurora detenida”, que habla de Palenque con una visión cósmica-terrena. Pero en Tedios y memorias esta concepción vital se vuelca decantada en la ilusión de ser en el mundo, de estar vivo a pesar de las contradicciones de la realidad cotidiana y perentoria:

                               “Pero el techo no se cayó,
                               el siglo no refrenó su desmesura.
                               El día y yo seguimos siendo iguales.
                               Él un tanto más largo.
                               Yo un poquito más triste”.

                En efecto, Tedios y memorias nos habla de una tristeza decantada, que deviene en sensación de congoja y melancolía. Desencanto frente a Estas cosas de siempre que en ocasiones se rebelan por el destino trazado de antemano: la terminación de la existencia. Tedios y memorias retoma con profundidad las interrogantes y cuestionamientos del individuo que se sabe un pequeño punto en la realidad. Un microcosmos obnubilado por la sensación de lo fugaz. Y sin embargo, un destino que se antoja siempre en crecimiento. El hombre debe construir, pese a todo:

                               “Hacer esto y aquello.
                               Poner los ingredientes de la tierra,
                               el agua, el aire, el fuego,
                               a circular por los renuevos
                               y por los pudrideros de la tierra.
                               El agua, el aire, el fuego”.

                El ciclo vital se complementa haciendo más humana, y mundana, su voz. En plena honda vital, en plena madurez poética, sabe captar y decir la poesía –la vida–, con sinceridad. Tal vez esto hermane a Cancino Casahonda con Jaime Sabines (aparte del dato geográfico, toponímico, de su origen): la sinceridad, la gracia “divina” para decir, poéticamente, las cosas. La evocación emotiva de la mirada se metamorfosea en memoria humedecida, para integrar un recorrido por los territorios del amor y de la ternura, aunque en la pupila se refleje el tatuaje inefable de la extinción como metáfora del desamparo, la respuesta que un espíritu sensible tiene ante la adversidad, ante lo terriblemente limitado de la existencia. El ojo que observa, el ojo que contempla, es indispensable para todo hombre sensible. Acaso por lo mismo, en 1484 Marsilio Ficino (1433-1499) se ocupa de este ámbito y publica De Amore[1] no sólo para comentar El banquete, de Platón, sino para exaltar el amor contemplativo, el Eros virtuoso que trasciende la belleza del cuerpo mediante la inteligencia y la virtud.
El ojo, lo sabemos, es el punto central... aunque el tacto perturba la inteligencia del hombre. “Por eso hay que cuidar el ojo precioso regalo del cerebro”, canta Huidobro en Altazor; y la serie de versos: “Ojo mar/ Ojo tierra/ Ojo luna”, cuyo <<sonido visual>> nos remite al concepto, a la idea, de acuerdo con la Triangulación de Galvano della Volpe. El ojo es un instrumento visual imprescindible para la elaboración de imágenes. El ojo es un instrumento visual imprescindible para la elaboración de imágenes. La “mirada de atropina” que indica Gorostiza en Muerte sin fin, obnubila la contemplación de la Divinidad. Y la mirada como exceso provoca, según Ficino: furor poético, furor místico, furor profético y furor amoroso.
                Como Sabines, como cualquier otro hombre cabal y sensible, desde luego, Cancino Casahonda sabe disfrutar de la existencia; ese instinto hecho carne, esa actitud firme hecha verso, es como un árbol bien plantado donde cuelga alguna hamaca, pretexto que funciona para abordar la revelación, la develación cognoscitiva. Todo en Cancino nos habla de lo cotidiano y sencillo, de la transparencia profunda del mundo:

caía torpe y sucia una robusta melancolía.
                               Melancolía fuera de uso.
                               Hálito de juventud perdida,
                               de presencia no vista,
                               de confesión no dicha.
                               Algo como el amor derramado
                               en un silencio sin remedio”

                Ese mismo instinto es lo que hace vivir la existencia, transcurrir en el plano lírico, y exclamar, con sencilla profundidad:

                               “Para qué preguntarnos
                               si Dios existe,
                               si algo de Él habita
                               en la tragedia breve de los días.
                               Mejor que hablar de Dios
                               es tropezarnos con un hallazgo.
                               Con un temor, con una pesadumbre.
                               Mejor que hablar de Dios
cosa muy grave
es quedarnos mirando,
entretener un grano entre los dedos
y pensar algo sin pensar en nada”.

                Como poeta, Cancino Casahonda busca el qué y el por qué de las cosas para compartirlas con los demás. Su poesía toca diversas zonas del hombre y del mundo: la muerte, la transitoriedad de la vida, el amor y el dolor.

                               “En Palenque las rocas han sudado
                               de sus poros de raza en abandono
                               su fatiga del tiempo y el espacio,
                               en su quietud de salmos han gemido
                               como gimen los pájaros y el río
                               cuando muere la tarde en el camino”.

                También cobra actualidad ese poema intenso, civil, denominado “Perfiles de barro y Juárez”, que mereciera en 1956 el Premio Ciudad de México. En Ciertas Canciones (ICAH, Tuxtla Gutiérrez, Chis., 1964) el transcurrir de la vida se pone de manifiesto; persiste un halo trágico predominante, la concepción de Manrique, aquel de las “ Coplas a la muerte su padre” cuando habla del río de la vida desembocando en el océano de la muerte. Cancino Casahonda reflexiona sobre el significado real de la existencia y la posibilidad del cambio –en flor, en hoja, en roca–, aunque esta contingencia –dejar de ser hombre, en el sentido físico de la palabra–, es aterradora de cualquier modo que se vea.
El poeta, por lo mismo, aconseja al hombre, y a él mismo, a vivir con intensidad, a realizar una tarea plena, satisfactoria, íntegra, no sea que, la de malas, ocurra lo inesperado:

                               Apresúrate, amigo, crea tu obra,
                               enamora a tu amor, bebe tu vino;
                                salda tus cuentas con tu nombre mismo,
                               la repares lo mínimo y no alteres
                               la condición del hombre o del camino”.

                De hecho, la enseñanza-descubrimiento del poeta no consiste en preconizar la vitalidad del hombre, sino respetar la condición del individuo y su entorno físico-ambiental; porque de otra manera todo aquello será inútil. La enseñanza de estas canciones es reiterada: es válido ser y estar en el mundo, como una única condición axiológica, dinámica y determinante. Por su parte Estas cosas de siempre (Edic. del Seminario de Cultura Mexicana, Méx., 1970) es el hurgar por las nimiedades de mayor trascendencia en el hombre, los eternos temas de la existencia son vistos a raíz de la sensibilidad profunda del hombre sencillo, tal y como ocurre siempre: a mayor observación e interpretación del mundo, mayor claridad y nitidez esencial.
                El asombro del filósofo ante las interrogantes supremas deja paso a la contemplación profundamente sencilla del hombre de campo, del que vive inmerso en la naturaleza, interactuando, respondiendo con sus hechos y reflexiones. Las horas del trópico en un largo y melancólico corredor, el contorno de un ropero, el crepitar del fogón, son relaciones del hombre y su ambiente, formas de conducta que de alguna manera explican al individuo; el mundo que nos pinta el poeta es un mundo prácticamente ya desaparecido: la provincia ha dejado de ser como la pintaba López Velarde, por cuanto aquí la hamaca cumple su exacta dimensión emancipadora de filosofías (en tanto actitud vital, como un pre-conocimiento); la imagen es definitiva:

                               Yo a ratos, por las tardes,
                               me quisiera fumar algún cigarro,
                               tomar un poco de café, mucho de olvido,
                               bien tendido sobre ella.

                               Platicando del cielo y de la tierra

                               con algún ángel
                               o con un viejo campesino”.

                Leer a Cancino Casahonda es adentrarse en la profundidad del alma de todo hombre cabal y, en consecuencia, bueno, bondadoso. Es beber del manantial luminoso de la existencia y aprovechar -¿por qué no? las observaciones que sobre las cosas se nos dice tienen la vida y el sentimiento. Y es que la poesía vibra ahí, en esa sencilla solicitud con que el verso se va vistiendo de significados, de dolor y calor humanos.






[2] Originario de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas (octubre 24 de 1938), falleció en la misma población el 3 de marzo de 2010






EROTICA MÍA, TERRITORIO SONORAMENTE SIGNIFICATIVO

 

Desacralizar a la poesía, ahondar en la dimensión lingüística, buscando las posibilidades del lenguaje, partiendo del vínculo estrecho: expresión-contenido-intención-resolución, fue, a mediados del siglo XX, una pretensión y un logro. En este sentido, Fernando Alegría señalaba la clara orfebrería de índole ornamental en la primera etapa de Vicente Huidobro –“de raíz parnasiana y tonalidad romántica”– y el lenguaje cotidiano mezclado de fórmulas pedagógicas y sentencias de pillería popular, que unía obscuridades y claridades en Nicanor Parra.
Esta manera de enfrentar al mundo partía de dos vertientes: 1) el mundo como caos y el hombre víctima de la razón y, 2. la actitud revolucionaria, donde la realidad se mostraba en su complejidad y hondura, por lo que ante el desmoronamiento de la racionalidad establecida, el poeta buscaba redescubrir la cadencia implícita en el lenguaje y apoyarse en las asociaciones de sentido que la escritura postula (Cf. Literatura y revolución, 1971). Es evidente que la Revolución Cubana, así como los procesos sociales en Hispanoamérica –golpes de estado, gorilatos, represión, persecución y encarcelamiento, etc. –, marcó la pauta. La expresión lírica generó ese logos social, que conciliaba la ética y la estética. Literariamente hablando, México continuó con su tono crepuscular (Pedro Henríquez-Ureña dixit) y salvo algunos autores como Sergio Mondragón, Efraín Huerta y los integrantes de La espiga amotinada, no hubo pretensiones de vanguardia o de adecuación  de los contenidos versiculares.
Pero si Huidobro descubrió los ritmos internos, el valor técnico de la imagen y trabajó la zona del lenguaje con una estética basada en la fanopea (como indicaba el viejo Pound), donde la imagen, no del orden ornamental, sino como visualización dinámica, repercute en el aspecto morfosintáctico, provocada por el movimiento, la tensión interna del verso. En la poesía de Saúl Ibargoyen se advierte y se revela la presencia de la realidad sugerida a través de superposiciones, desnudando al lenguaje de su exterior retórico y devolviéndole su sentido primigenio, su preciso contenido, como se advierte en Nuevas destrucciones, publicado por el Instituto Mexiquense de Cultura, en su Biblioteca Mexiquense del Bicentenario (Toluca, Edoméx., 2008, 106 pp.).
En este libro, Ibargoyen se plantea, líricamente, cómo abordar el entorno circundante a través del lenguaje, de la palabra, observada como “forma escondida” en busca de “vibraciones hálitos humedades” (p. 15), o bien como:

“un sucio núcleo de luz nunca tocada
donde cada nombre
de cada soñada muchacha o mujer
o sólo hembra
alcanza a renacer
y se disuelva”
                                                                       pp. 105-106)

Armonía racional, sí, de expresión sensorial, enfrentada al juego sonoro de los significantes –la idea generando el ritmo, como advertía Huidobro–; prosaísmo, frente a un lenguaje acaso violentado. Pero siempre la radicalidad: borde y reborde del Yo poético, desplazando lo externo. Previamente, en un poemario triunfador en los XXXIV Juegos Florales de San Juan del Río, Querétaro en 2004, denominado precisamente ¿Palabras? (Edic. Tintanueva, Méx., 2004, 98 pp.), el poeta uruguayo, ahora nacionalizado mexicano, se asume como escriba, como un cronista que testimonia las “iluminaciones/ de energía congelada”, aunque finalmente “penetra las fibras o raíces/ del polvo extranjero” (p. 50). Aquí también la preocupación social se establece como una firme mojonera lírica, así como la desacralización metonímica:
                        El sol de esta tarde
                        camina ente el polvo
                        que otros soles viejos
                        pisotearon.
                        Hay cenizas
                        renovándose en las calles
calientes de Ensenada.
                        Y en ti se produce
la levedad de una sombra
que tal vez
no acabe de pasar”
                                   (p. 13)

            Coincidencias, territorialidad del lenguaje y la visión cotidiana, con una estética que pretende establecer, apropiarse de la realidad inmediata con un lenguaje desacralizante. Lo discursivo frente a la exaltación lírica –entendida como emotividad cuasi desbordada y, por tanto, centrada en el sujeto–, que genera reflexiones lingüísticas, puesto que la analogía fónica genera una analogía de sentido. Y lo que el chileno Huidobro manejaba –abandono de la métrica y la puntuación, manejo metonímico no como ornamento, sino como un aspecto incorporado a la sonoridad versicular–, también se advierte en Erótica mía (Edic. del Ermitaño, Colec. Minimalia, Méx., 2010, 77 pp.), poemario de Saúl Ibargoyen, que ahora celebramos. Amor, como deseo de completud, ciertamente. El erotismo manifestado en imágenes terrenales, cotidianas, aunque no exentas de lirismo.
Erótica mía puede considerarse, en su conjunto, como blasón, como un canto férvido a la mujer, a la dómina, a la dueña, como anhelaban los trovadores provenzales del siglo XII. Aunque la exaltación del amor desgraciado, que significa a la poesía trovadoresca; el amor perpetuamente insatisfecho, no se presenta en Ibargoyen. La mujer es real y concreta, no idealizada... aunque se le canta de manera sensible, emocionada. Esa es la gran diferencia entre la visión contemporánea y la de los trovadores y troberos. Por eso el poeta Ibargoyen es capaz de salmodiar eróticamente lo siguiente:
                        Besar es oficio
                        que a veces nos pierde
                        en bocas de bestias oscuras
                        en grietas dolorosas
                        que el sudor ilumina”.
                                                           (p. 7)

            O bien establecer los límites entre la realidad literaria y la realidad del entorno:

                        “A toda voz claman por ti
                        los timbres del teléfono
                        y tus orejas se acuestan
                        sobre el cable blanco
                        por donde corre el susurro
                        de mis dedos
                        que marcan y destruyen
                        una cifra de incansable impaciencia”.
                                                                       (p. 17)
La propuesta estética, discursiva, es reveladora. Se canta al amor humano, mundano, agregaría, puesto que la pasión remite a la sexualidad, que indudablemente debe ser saciada. Aquí la pasión asume la forma del deseo, “y ese deseo, a su vez –Rougemont dixit–, se disfraza de fatalidad”. Es válido recordar lo que en Amor y Occidente precisa Denis de Rougemont: “El ardor amoroso espontáneo, premiado y no combatido, es por esencia poco duradero. Es una llamarada que no puede sobrevivir al resplandor de su consumación. Pero su quemadura continúa siendo inolvidable y los amantes quieren prolongarla y renovarla hasta el infinito” (op. cit.).
Pero si arqueológica y míticamente el lenguaje, la palabra misma, extravió su primera substancia, su transparencia, en virtud de la dispersión que ocurrió en la Torre de Babel, es válido buscar ese secreto que la palabra contiene en sí misma, no en la superficie, y recuperar los huecos léxicos, esa significación que subyace petrificada en la palabra, como observaba Héctor A. Murena en. La metáfora y lo sagrado). Originalmente los nombres denotaban aquello que designaban; aunque aún persiste un fragmento silencioso, un saber que tiene esas propiedades inmóviles que subyacen en ese espacio que la similitud, la analogía, dejó en la nada, en el vacío. La semejanza de las cosas se ha extraviado. Y más de una lengua a otra, revela Foucault (Cf. Las palabras y las cosas).
            Este extravío substancial, lírico, ha sido abordado por Ibargoyen en Erótica mía donde la expresión asume una doble vertiente: escritura y lectura y, además, una visión del mundo contemporánea. Hay, desde luego, un perenne cuestionamiento sobre los modos de poetizar, soslayando los rígidos cánones tradicionales –métrica y rima– y concibiendo al verso como un código ritmo, un ámbito sonoro donde la respiración y la tensión interna juegan un papel determinante, puesto que pretende abordar las posibilidades que el lenguaje ofrece para entregar el contenido del poema. Se advierte el fraseo prosódico, la oralidad que se entroniza en la grafía.

Previamente hubo, desde luego, que subvertir el orden, el statu quo de la expresión lírica para generar un logos social, por lo que ahora la poesía significa testimonio y conciencia, praxis e ideología. Logos social, sí, sensualmente amoroso, donde ética, estética y erótica pretenden conciliarse en ese espacio textual del poema, en ese territorio sonoramente significativo.

Saúl Ibargoyen, Erótica mía, Edic. del Ermitaño, Colec. Minimalia, Méx., 2010, 77 pp.

Óscar Wong (agosto 26 de 1948) es poeta, narrador y ensayista. Sus títulos más recientes: Razones de la voz (CNCA, Colec. Práctica Mortal, Méx., 2000), Rubor de la ceniza (Edit. Praxis, Méx., 2002), Poética de lo sagrado. El lenguaje de Adán (Edic. Coyoacán, Méx., 2007) y Jaime Sabines. Entre lo tierno y lo trágico (Edit. Praxis, Méx., 2008) Radica en la ciudad de México e imparte cursos y talleres de creación literaria de manera independiente.