martes, marzo 06, 2012

¿TERRITORIO DE LO FEMENINO?



Por Óscar Wong



La historia demuestra que la presencia femenina es capital. Madre de familia, hija, Musa o Creadora, la mujer es el centro del mundo. Su presencia e importancia data desde el Paleolítico, con las sociedades tribales que adoraban a una Diosa Madre y cuyas sacerdotisas eran, obviamente, mujeres. Los orígenes de la humanidad, según Johan Jacob Bachofen (1815-1887) no se explican sin El derecho materno, signo y supremacía de la mujer, aunque posteriormente los críticos manejaron el término matriarcado. Bachofen parte de dos principios: el femenino (representado por Isis) y el masculino (cuya manifestación es Osiris) y dos tipos de maternidad: el heterismo de Afrodita, con hijos “sembrados al azar”, puesto que aún no existe la monogamia y, previamente, los ritos de fecundidad dedicados a la Diosa Madre.

En la Edad Media, por ejemplo, hubo reinas que modificaron su entorno, figuras femeninas que, en un momento dado, han servido de modelo, como Eleanor de Aquitania (madre de Ricardo Corazón de León y de María de Aragón), quien incluso modificó el tablero de ajedrez, con la reina moviéndose para todos lados (y retirando al par de reyes originales); es sabido que también hubo juglaresas relevantes. Guillaume de Poiter, el primer trovador, indicaba: “La mujer que inspira amor, es una diosa, y merece culto como tal”. Y Robert Graves, en La diosa blanca, precisa: el hombre le sirve a la mujer y el poeta a la Musa. Durante el renacimiento, las beguinas iniciaron movimientos feministas de importancia, generando casas de asistencia donde se enseñaban diversos oficios a las mujeres y asumiendo funciones de teólogos, frente al escándalo de los religiosos varones.

Según la Dra. Jean Franco el desarrollo del discurso de la Iglesia judeocristiana, adaptado por los liberales en México –la mujer escolarizada para ser modelo de virtud y madre ejemplar, no precisamente para independizarse– se modifica aparentemente en el discurso de Estado como expresión de poder. En los 60, nuevas instituciones compiten con la nación y la religión por el poder interpretativo. Los medios de comunicación subvierten en algunas instancias los ideales nacionales, con aspectos emancipatorio, como se observó durante 1968, con el movimiento estudiantil. La evolución de México debe observarse a partir de las transiciones violentas del Imperio Azteca hasta la Nueva España (1510-siglo XVII), desde la Época Colonial hasta el México Emancipado de la Corona Española (siglo XVIII-siglo XIX) hasta el México Independiente, y del México Insurrecto (1812-1910), así como desde el México Revolucionario “Mesiánico”, hasta la modernización (1910-1999), siempre con la presencia de la mujer, comenzando con Leona Vicario y la Corregidora doña Josefa Ortiz de Domínguez hasta Frida Kahlo, Ángeles Mastretta y nuestra Rosario Castellanos, por ejemplo (Cf. Jean Franco, Las conspiradoras. La representación de la mujer en México, 1994).

La sabiduría muchas veces es intuitiva porque la poesía habla a la imaginación. La palabra se impone en todo su espesor, prevalece con todas sus asociaciones y despoja a las cosas, al mundo, de su silencio. La palabra también es mutismo, soledad sonora, como diría el santo poeta. Sin embargo, la interrogante surge de inmediato: ¿Existe la poesía femenina en México o la expresión debe asumirse como la poesía escrita por mujeres? Héctor Valdés en su libro Poetisas mexicanas. Siglo XX (UNAM, Méx., 1976) que pretende ser la culminación del estudio de José Ma. Vigil (Poetisas mexicanas. Siglos XVI, XVII, XVIII y XIX, Méx., 1893) no revela ningún concepto esclarecedor: simplemente se concreta a enumerar la producción de las mujeres mexicanas. Destaca que en el siglo XIX no haya ninguna poetisa representativa, aunque al finalizar el siglo nace María Enriqueta Jaramillo de Pereira, la cual destacará en los primeros lustros del nuestro, a la par de otras menos conocidas. Enrique Jaramillo Levi, en 125 mujeres en la poesía mexicana del siglo XX (Promexa Edit., Méx., 981), tampoco da una respuesta específica. De hecho no considera el concepto de “poesía femenina”, aun cuando señale algunos rasgos pertinentes en la expresión de las mujeres, tales como el lenguaje intimista, el amor (para celebrarlo o lamentarlo), lo místico-religiosos y, desde luego, la problemática social. El crítico señala que, “aunque empieza a manifestarse una efervescencia <<feminista>> entre ciertos núcleos femeninos de la población en México y en algunos otros países latinoamericanos, todavía no se da una <<poesía feminista>> estéticamente realizada que acompañe y exprese estas inquietudes” (Op. cit).

            Isabel Fraire, por ejemplo, manifiesta: “La <<sensibilidad femenina>>, existe sólo cuando la mujer trata de adaptarse a un cartabón social (el amor, la ternura, la abnegación, la dulzura, es esperada hipersensibilidad). Cuando una mujer asume su temática, lo que significa ser mujer, como es el caso de Sylvia Plath, entonces hay una diferencia con la temática del hombre, claro. Pero en estos casos la sensibilidad es todo lo contrario de lo que se supone femenino: es violenta, amarga, rencorosa, cerebral, dura. Así es la obra de Sylvia Plath. No es que exista una <<sensibilidad femenina>>, no, sino que ésta ha sido el producto histórico de la limitación y programación pedagógica de la mujer” (Cf. Enrique Jaramillo Levi, “Isabel Fraire: un gesto que converge en la poesía. Entrevista con Isabel Fraire”, Casa del tiempo, No. 9, Méx., mayo de 1981). La humanidad es reflejada en la mujer –incluso a través de la amarga contradicción–: las pasiones y sentimientos son, de hecho, asexuales; cuando son expresadas por el hombre, la perspectiva es masculina y cuando es por la mujer, la óptica es femenina. En el arte, como en cualesquiera situaciones, se debe hablar de Humanidad. “En la medida en que la mujer es honesta, se brinca la barrera de lo que se supone es su sensibilidad, y entonces te da cosas como la lucidez, la violencia, la franqueza. Se trata más bien de una manera más informada y consciente de abordar la temática de la mujer, y no de una sensibilidad especial. Las novelas de la señora Elizabeth Gaskell, inglesa, son importantísimos ejemplos de lucidez, igual que las de Virginia Wolf y la obra de Sor Juana. Otro ejemplo sería el de Emití Brontë con Cumbres borrascosas. Lo que ocurre es que hay seres sensibles que son mujeres” (Op. cit., ib.).

            Con una inteligencia insuperable, incluso en el ámbito de las letras mexicanas, Rosario Castellanos abordó todos los géneros literarios y no desestimó la cátedra ni el periodismo para dar cauce a su preocupación fundamental: oficiar en el altar del conocimiento. Es un modelo a seguir. Como poeta, desde Apuntes para una declaración de fe (1948) hasta la compilación de su obra Poesía no eres tú (1972) supo enfrentar su vocación con entereza, superando la confesión personal, las particularidades intimistas. Por supuesto que tuvo conciencia de su mestizaje, de la raigambre cultural de una raza vencida, con la consiguiente madurez y profundidad de sus poemas. El desamparo, la pérdida del amor, también potencializan a sus poemas, dándole una gravedad característica. Pero es en su poema Lamentación de Dido cuando su voz se constituye en un flagelo reflexivo que adquiere el rango de oráculo. A través de sus versículos, esta sacerdotisa de la Palabra oficia su ritual. Persiste la fuerza dramática, la liturgia, a través de heptasílabos y alejandrinos. La angustia y la zozobra vitalizan esta revelación álmica, sagrada.







LA MUJER EN LA POESIA MEXICANA



Por Óscar Wong





Hasta la fecha aún no existe el concepto de poesía femenina. Héctor Valdés, por ejemplo, en su libro Poetisas mexicanas. Siglo XX (UNAM, Méx., 1976) que pretende ser la culminación del estudio de José Ma. Vigil (Poetisas mexicanas. Siglos XVI, XVII, XVIII y XIX, Méx., 1893) no indica ningún concepto esclarecedor al respecto: simplemente se concreta a enumerar la producción de las mujeres mexicanas. Destaca que en el siglo XIX no haya ninguna poetisa representativa, aunque al finalizar el siglo nace María Enriqueta Jaramillo de Pereira, la cual destacará en los primeros lustros del nuestro, a la par de otras menos conocidas.

            Enrique Jaramillo Levi, en su libro 125 mujeres en la poesía mexicana del siglo XX (Promexa Edit., Méx., 981. El estudio es capital por cuanto rescata y valora la obra de un buen número de mujeres hasta ahora desconocidas en el ámbito literario), tampoco da una respuesta específica. De hecho no considera el concepto de “poesía femenina”, aun cuando señale algunos rasgos pertinentes en la expresión de las mujeres, tales como el lenguaje intimista, el amor (para celebrarlo o lamentarlo), lo místico-religiosos y, desde luego, la problemática social. Jaramillo Levi maneja algunas actitudes características en este tipo de producción poética, pero no llega a puntualizar una idea exacta, justa, sobre el término que ahora nos importa. El crítico señala que, “aunque empieza a manifestarse una efervescencia <<feminista>> entre ciertos núcleos femeninos de la población en México y en algunos otros países latinoamericanos, todavía no se da una <<poesía feminista>> estéticamente realizada que acompañe y exprese estas inquietudes” (Op. cit).

            En efecto, el campo conceptual continúa virgen, aún cuando el interés por el tema llegue a otros ámbitos. Por ello, Isabel Fraire manifiesta lo siguiente: “La <<sensibilidad femenina>>, existe sólo cuando la mujer trata de adaptarse a un cartabón social (el amor, la ternura, la abnegación, la dulzura, es esperada hipersensibilidad). Cuando una mujer asume su temática, lo que significa ser mujer, como es el caso de Sylvia Plath, entonces hay una diferencia con la temática del hombre, claro. Pero en estos casos la sensibilidad es todo lo contrario de lo que se supone femenino: es violenta, amarga, rencorosa, cerebral, dura. Así es la obra de Sylvia Plath. No es que exista una <<sensibilidad femenina>>, no, sino que ésta ha sido el producto histórico de la limitación y programación pedagógica de la mujer” (Cf. Enrique Jaramillo Levi, “Isabel Fraire: un gesto que converge en la poesía. Entrevista con Isabel Fraire”, Casa del tiempo, No. 9, Méx., mayo de 1981).

            Fraire en su conversación con Jaramillo Levi, es clara, contundente: la humanidad es reflejada en la mujer –incluso a través de la amarga contradicción–: las pasiones y sentimientos son, de hecho, asexuales; cuando son expresadas por el hombre, la perspectiva es masculina y cuando es por la mujer, la óptica es femenina. La circunstancia no es de Perogrullo; la situación no es, necesariamente, evidente: ¿por qué tal o cuál género? ¿por qué masculino o femenino? En el arte, como en cualesquiera situaciones, se debe hablar de Humanidad. Esto es aclarado por Fraire: “En la medida en que la mujer es honesta, se brinca la barrera de lo que se supone es su sensibilidad, y entonces te da cosas como la lucidez, la violencia, la franqueza. Se trata más bien de una manera más informada y consciente de abordar la temática de la mujer, y no de una sensibilidad especial. Las novelas de la señora Elizabeth Gaskell, inglesa, son importantísimos ejemplos de lucidez, igual que las de Virginia Wolf y la obra de Sor Juana. Otro ejemplo sería el de Emití Brontë con Cumbres borrascosas. Lo que ocurre es que hay seres sensibles que son mujeres” (Op. cit., ib.).

            Insisto: estéticamente realizada con un leit motiv determinado, con tal o cual característica esencial, a la fecha no existe el concepto de literatura –o poesía– femenina… a pesar de las ponencias que las mujeres presentaron durante el IV Congreso Interamericano de Escritoras, realizado en el Palacio de Minería de la ciudad de México, en el primer semestre de 1981. Sin embargo, el concepto podría derivarse al observar de cerca la expresividad lírica de diversas mujeres mexicanas contemporáneas y conocer esa particular sensibilidad, cómo enfrentan el fenómeno poético. Para ello me valgo de tres autoras mexicanas: Elena Milán, Kira Galván y Maricruz Patiño; me apoyo, además, en la obra de Coral Bracho (Premio Nacional de Poesía 1981, con su libro El ser que va a morir) y termino con Mara y Vera Larrosa enfrentadas a Hilda Bautista. Las siete autoras representan, al margen de otras circunstancias ajenas a la literatura, las tendencias poéticas más relevantes de la actualidad (en técnica y contenido).

            En el caso de Elena Milán, el velo de la indiferencia cubre una obra dispersa en suplementos y revistas culturales de importancia: el “descuido” de los críticos y observadores se hace presente, una vez más, ahora que esta poeta ha publicado su primer poemario; me refiero a su Circuito amores y anexas (Edit. Latitudes, Colec. “El pozo y el péndulo”, Méx., 1979); en este libro, intenso, a diferencia de María Luisa “China” Mendoza –quien destaca las condiciones de las mujeres mexicanas de principios de este siglo con un aire nostálgico (V. Las cosas, Edit. Mortiz, Serie “Contrapuntos”, Méx., 1976) –, Milán enumera críticamente la situación prevaleciente en la mujer madura, trasladada hasta la época actual. La autora, de hecho, se revela ante esta situación absurda:

                        Sus buenos sentimientos les mandaron vigilarnos como a camelias

en caja de cristal:

nos mantuvieron lejos de lo ofensivo, lo vil, lo deleznable, en un

mundo mentiroso de príncipes con título universitario u olor a latifundio.

            En Circuito amores observamos muy de cerca la descripción del contexto sociopolítico actual, la cosificación del hombre –y la mujer, of course–, la tecnocracia desfilando en cada imagen, en la ironía: de hecho enjuicia a la época, donde el individuo es metamorfoseado en número, en objeto; persisten las escenas cotidianas del amor, terca-rabiosa-ilusamente ido, recobrado. El hombre –de acuerdo con la perspectiva de esta poeta– resulta un simple macho, un semental que aspira a regocijarse con la hembra. La ironía salta, desde luego, en latigazos poéticos: ¿te gusta mi cadera?/ ¿tratas de adivinar si tengo rabo?/ ¿quieres acariciarme el pelo?/ ¿encontrar el brote de algunos cuernos? Elena Milán está atenta a los procesos sociales. La visión del mundo es materialista y acaso por lo mismo se plantea cierta libertad en sus contenidos y proposiciones poéticas: ellas es una mujer “liberada” de los atavismos; una mujer contemporánea, sin complejos, inmersa en un contexto sociopolítico tal, que incluso las armas bacteriológicas del imperialismo norteamericano se presentan, en esta temática, como una virtual contingencia. El libro de Milán es la manifestación tenaz de una mujer madura, aún joven de edad, que lucha contra la cultura varonil tradicional; deseos, inhibiciones destruidas, son las actitudes que la autora maneja a veces a través de su discurso metonímico; en consecuencia, la prosa y el verso se acercan hasta crear un entorno lírico único, válido en primera instancia, aun cuando formalmente pretende manejar el verso en distintos metros, a manera de prosa cortada. Iracundia y sarcasmo puntualizados por ese toque femenino como característica esencial. En resumen, eso es Circuito amores y anexas: el sarcasmo llevado a otras condiciones vitales; la contingencia amorosa enfrentada a la perspectiva contemporánea, visualizada por una voz de mujer, sensual y positiva, ilusionada y contradictoria. Real, ara calificarla con una única palabra.



Del sexismo ideológico



            Kira Galván (México, D. F., 1956) está más politizada que Milán; para esta joven poeta –quien por cierto obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven de México “Francisco González León” en 1980–, la poesía es objeto y sujeto de la historia y por tanto tiene la función de reflejar, críticamente, la realidad social imperante. En este sentido, la temática de Galván –el amor. El sexo, los acontecimientos cotidianos, la relación económica– persiste para entregar las contradicciones que la dinámica del mundo impone. Su poema “Contradicciones ideológicas al lavar un plato” (Cf. Carlos Monsiváis, Poesía mexicana. 1915-1919, t. II, Promociones Editoriales Mexicanas, Méx., 1979. El mismo poema fue incluido en Asamblea de poetas jóvenes de México, de Gabriel Zaíd [Siglo XXI Edit., Méx, 1980]) es, más que nada, una crónica de los cómos y los porqués; en este simple hecho circunstancial –asear la vajilla– se encuentra, connotativamente hablando, el enfrentamiento de clase entre el hombre y la mujer.

            En el poema de Kira, la historia se encuentra presente como una virtual afirmación hegeliana, como una adecuada herramienta metodológica. Un guiño a Engels y Marx se traduce en los versos que se citan:

                        Contradicciones ideológicas al lavar un plato, ¿no?

                        y también explicar

                        por qué me maquillo y por qué uso perfume.

                        Por qué quiero cantar las bellezas del cuerpo masculino.

                        Quiero aclararme bien ese racimo que existe

                        entre los hombres y las mujeres.

                        Aclararme por qué cuando lavo un plato

                        o coso un botón

                        él no ha de estar haciendo lo mismo.

                        Me pinto el ojo

                        no por automatismo imbécil

                        sino porque es el único instante en el día

                        en que regreso a tiempos ajenos y

                        mi mano se vuelve egipcia y

                        el rasgo del ojo se me queda en la Historia.

                        La sombra del párpado me embalsama eternamente

                        como mujer.

            Por supuesto que este ceremonial “insignificante” al aplicarse el maquillaje, independientemente de su rigen primitivo, asume otra significación menos evidente: connota la manipulación de que son objeto las mujeres en este último tercio del siglo XX. La conciencia de Galván, siempre atenta a las relaciones sociológicas y económicas, puntualiza sobre la dialéctica, ironiza sobre la no superación de las contradicciones. Poéticamente hablando, el maquillaje esconde diversas acepciones:

                        Es el rito ancestral del payaso

                        mejilla roja y boca de color.

                        Me pinto porque así me dignifico como bufón.

                        Estoy repitiendo/ continuando un acto primitivo.

                        Es como pintar búfalos en la roca

                        y ya no hay cuevas ni búfalos,

                        pero tengo un cuerpo para texturizarlo a mi gusto.

                        Uso perfume no porque lo anuncie

                        Catherine Deneuve o lo use la Bardot

                        sino porque padezco la enfermedad

                        del siglo XX, la compulsión por la posesión:

                        creer que en una botella puede reposar

                        toda la magia del cosmos,

                        que me voy a quitar de encima

                        el olor de la herencia,

                        la gravedad de la crisis capitalista…

            Las reflexiones de Galván son esenciales en su poesía; su voz –profundamente subjetiva, históricamente objetiva– se desenvuelve en un lenguaje directo, vital, identificado con las circunstancias de nuestro México. Las dos actitudes señaladas por Miguel Donoso Pareja –actitud rebelde y posición revolucionaria–, se encuentran presentes en Galván. En el primer caso, ciertamente, “se trata de no obedecer, de resistir, de salirse de un orden al que se considera –y la mayor parte de las veces lo es– injusto. En el segundo –la actitud revolucionaria–, el asunto está por tirar abajo el orden, en cambiarlo” (Prólogo de Poesía rebelde de América, Edit. Extemporáneos, Méx., 1971, pp. 9-10. [El subrayado es mío]). La soledad, empero, también embarga a la autora; se sabe en el mundo, en la fugacidad vital, y por lo mismo se preocupa por realizar una existencia plena… a pesar del sexismo que impera en la sociedad contemporánea. Incluso ha deseado comportarse como todas las mujeres, las otras, las inconscientes con sábanas limpias y cama matrimonial, TV a las diez de la noche y reunión familiar –invariablemente– los domingos. La autora pensó que “podía llegar a ser estúpidamente feliz” en un mundo creado por los hombres. Galván es una poeta que canta al sentimiento humano, a la plenitud de las contradicciones, donde el amor –finalmente– es parte esencial de la vida y que puede transformar al sujeto y –¿por qué no? – al mundo:

Soy un incendio./ Mi pelo, es el pelo de todos/ porque lanza llamaradas/ hacia lo desconocido./ Así es que, si él viene a buscarme,/ díganle que me transformé/ en una gran hoguera.

Kira Galván, a mi juicio, es quizá la voz más completa en la poesía femenina de México, en vías de ofrecernos una obra inobjetable: sus recursos son variados, numerosos, y su actitud muy necesaria.



La nostalgia del presente



            En otro orden de ideas, Maricruz Patiño (México, DF. F., 1959) destaca al lado de las poetas estudiadas anteriormente. Su libro La circunstancia pesa (UNAM, Colec. Cuadernos de poesía, Méx., 1979, 95 pp.) lo confirma. Pero si en Milán la voz es ironía, volcada en eterna protesta; si en Kira Galván la poesía hurga en la Historia, en la lucha de clases y busca la superación de las contradicciones, en Maricruz Patiño la realidad pesa –también– sólo que de manera sutil. Y es que, de hecho, en Patiño los acontecimientos circunstanciales sirven para realizar una crónica de la existencia. Testigo de su tiempo, Patiño asiste a los cambios físicos espirituales de manera pasiva, preocupada más por las descripciones que por las acciones mismas.

            Si Galván reflexiona crítica y objetivamente, la autora de La circunstancia pesa se ocupa de anotar los acontecimientos cotidianos con pasividad; por ende, su voz es tranquila, con un tono clásico, paisajista, aunque de ninguna manera elude su condición vital ante lo fugaz de la existencia:

                        Lo recuerdo todo.

                        La vida es otra  y la misma.

                        Regresa nuevamente

                        para envolverme en la demencia

                        de tener que nombrarla.

            Más próxima a Rosario Castellanos, la autora puntualiza como aquélla en la decantación de las relaciones, en la cultura como instrumento de observación. El pretérito, la posibilidad de la carga connotadamente antigua, vieja, asoma por entero. El amor, la nostalgia, son expresiones que naufragan en el presente: el tono de tragedia de la Castellanos surge con elegancia mesurada:

                        La corriente de la vida me arrastra

                        Y en tus ramas se quedan mis despojos

                        Y en el último lago desembocan los tuyos.

                        En el fluir del río me voy desmemoriando

                        Y sólo el acabarnos persiste.

                        Te miro, sales de la tumba:

                        Reviso los vestigios, los perfumes nocturnos,

                        Reconstruyo el principio

                        Y todo ha sido lo mismo: decantarse.

            Por supuesto que, en ocasiones, se rebela en contra del papel de la mujer: cuando lo hace desde la ironía, como sin desearlo… pero apuntando hacia el blanco, a la herida dolorosa que es la sociedad:

                        Tú que un día dijiste de mí la mejor de las diosas

                        Tú que dijiste que harías una gran artista

                        Tú que estabas conmigo y ya lo ves

                        Hasta he llegado a sentirme un Roque Dalton

                        Asesinado por el mismo puño que se amaba

                        Y ya lo vez me has despojado otra vez

                        De toda la poesía y arrojado de nuevo

                        Arguyendo no sé qué

                        Sobre la perspectiva histórica y sus heces.

            En las cuatro partes de que consta el preario, la autora recurre a su particular circunstancia para describir el mundo. La añoranza, es, acaso, el fardo que hace el que su poesía no se entregue a la libertad que persigue: añoranza por el tono confesional, inhibición al rompimiento del ritmo. En La circunstancia pesa, Maricruz Patiño forcejea con ella misma, con sus propios contenidos, lo cual se traduce en un poemario bien escrito; pero sin el desfogue que su espíritu necesita, sin la libertad expresiva que sería más acorde con lo que –se deduce– es su yo herido.



Alegoría de la contemplación



            Por su parte Coral Bracho (México, D. F., 1951) se esconde en un barroquismo lírico, donde la imagen está al servicio de la ambigüedad aparente. Bracho tiene un compromiso ineludible: superar ese intenso poema suyo, Peces de piel fugaz, publicado por el sello La Máquina de Escribir (Méx., 1977. L edición es de las llamadas marginales, por ello sería conveniente una edición de mayor alcance). Aquí su poesía alcanza el tono universal, genérico que califica a los grandes poemas, esos que subsumen una realidad y la transforman. Peces de piel fugaz es un inmenso poema que revela la magnitud –mejor dicho, la posibilidad de esta dimensión, si consideramos que Bracho es joven y puede, debe, continuar creciendo–, la categoría de poeta, su trascendencia.

            El poema es un largo deslumbramiento, una fiesta de los sentidos. Atmósferas, sensaciones; imaginario movimiento de la cámara cinematográfica irrumpiendo en un paraje virgen. Bracho recurre al agua como punto de partida para destacar el movimiento escenográfico: como Gorostiza, quien en Muerte sin fin descubre las causalidades de la forma, cambiante y unívoca, del agua –de la realidad, en su sentido más extenso–, la autora utiliza el líquido vital para cantar con júbilo el asombro: la misma alegría de Francisco de Asís, la vastedad del descubrimiento del hombre mítico escapado de la caverna platónica. La alegoría es clara, sólo que aquí, en Peces de piel fugaz, el conocimiento deslumbra, pero no enceguece; marea, pero no entorpece. Ascenso y contemplación que vitaliza el espíritu:

                        Todo se esparce en amarillos. Los monos saltan.

Antes, cuando miraba el tiempo como se palpa suavemente una seda, como se engullen peces pequeños. El sol desgajado del aire haces del polvo.

En un espacio abrupto pero preciso; a partir de entonces los árboles. Hacia abajo las ganas irrefrenables.

Los monos, como dijeron todos, eran salvajes; cuerpecillos tirantes y amarillentos. El juego era portentoso, desarraigado; las manos, llenas de lodo.

El agua brilla; en sus ojos la noche es un impulso vago y oscilatorio, una tajada oscura –boca finísima– lo delínea. Pero empezar aquí con el consuelo de ver a todos enardecidos, y mirar de improviso sus dedos híbridos, infantiles.

            Para Coral Bracho el mundo podría ser una zona de penumbras, umbral de nostalgias reblandecidas; el paisaje descrito con júbilo, la kínesis que impulsa esta naturaleza es total. Pero, ¿qué mundo describe la poeta? ¿El del primer hombre y la primera mujer, asombrados por el movimiento luminoso; el futuro, acaso, luego de un holocausto nuclear; la vuelta, después de milenios, del hombre lleno de inocencia? Quizá sea, apenas, una ensoñación, un guión aún por realizar donde manos infantiles se muevan ante la cámara, hurgando en un bosque ideal. Después de todo la realidad es insondable, irrepetible, siempre nueva en su transcurso agónico:

Y es el instante; pero empezar aquí. Sus ojos ávidos, insondables. En sus bordes espesos, las voces, las aguas cambian; peces de piel fugaz.

Sorprende la voz de Bracho, sorprende por sus amplios recursos, por las intenciones al asumir, con responsabilidad crítica, la enorme herencia literaria mexicana que empieza con Primero sueño, de Sor Juana, y culmina –hasta el momento– en La flama en el espejo, de Bonifaz Nuño, o en Las cuatro estaciones, de Jaime Labastida. Coral Bracho tiene, de hecho, un compromiso: superar con su propia obra futura ese poema –perenne en su dinámica interna– que transcribe el movimiento de la naturaleza, el conocimiento del espíritu: Peces de piel fugaz.



Del sexo y sus alrededores



Entre la expresividad convulsa de Mara Larrosa (México, D. F., 1956) y a sensualidad deliberada de Vera del mismo apellido, se ubica la pasividad natural de Hilda Bautista (México, D. F., 1956); en las tres autoras el sexo es esencial, aunque observado –y degustado– desde circunstancias diferentes (y opuestas en ocasiones). En Mara, la semejanza de los cuerpos es vital, pero no esencial:

                        Es la luz que tiene que entrar en la oscuridad, por eso me han crecido los árboles en las orejas, por eso se ha extendido mi esencia femenina hasta ti, tan cercano tu sexo, tu vientre plano, hermoso. Hasta ti temblando, para ti derramando: me he dado cuenta que somos semejantes. Amo tus piernas blancas, tus brazos blancos.

En Vera Larrosa (México, D. F., 1957), el anhelo se vuelca en una relación urbana, cautamente femenina. Dolida, tiene que iniciar el rito sexual, sexista, acaso porque para los hombres la mujer es simplemente “un diminuto grano de pimienta” Mara parece ser más desinhibida que su hermana al expresar sus contenidos utilizando todos los recursos disponibles. Fluida, no obstante sus largos versículos, transformados casi en una prosa rítmica, Mara canta con transparente inercia todo lo que acontece a su derredor; poesía preocupada por vivir, por existir, a pesar de los aires críticos, casi apocalípticos, que nublan al mundo:

Alguien amará los últimos patos del lago, alguien amará el volumen del mundo, la intimidad, los rasgos de cada edad, de las rocas que alcance a conocer.

En el poema denominado Agosto, hola poeta, te amo (V. la revista Le prosa, No. 1, Méx., abril-junio de 1980, s. p. [aunque por el orden debía ser 60-61]), Mara canta sin más la trascendencia del mundo: su insinuante valemadrismo no es una posición aberrante, tampoco es una actitud hipócritamente asumida. Lo que sucede es inobjetable: la poeta no puede aclarar la significación del momento; lo capta, así sin más, y lo entrega. La intuición, por supuesto, hace exclamar que posiblemente existe algo que trasciende, pero no es la simple forma de las cosas o de los individuos. Asistimos a la interrogante de Gorostiza, reflejada –una vez más– en una expresión convulsa, más acorde con nuestro tiempo. Y por eso –puntualiza sobre lo perenne y universal, captar la esencial dinámica del universo– hace válida la obra de Mara Larrosa.

Vera, por su parte, está muy próxima a Kira Galván cuando alerta su conciencia sobre las particularidades de lo cotidiano; aunque por su intención y tono, por su ironía y aparente júbilo, esté hermanada con Elena Milán. Como esta última autora, Vera se dedica a coquetear con el mundo varonil, buscando no un enfrentamiento, sino un lugar, un sitio donde arrojar sus dardos; por lo mismo, el enfrentamiento de clases, las contradicciones ideológicas de Kira, son superada por Vera n una “simpática” comedia que, a la postre, resulta trágica:

                        Los dos hombres que amo son viciosos

                        pero adorables

                        les he mandado flores a su camarote

                        y versos bellos y versos malos.

                        Parece que yo fuera el caballero en vez de la dama

            Su poesía es una larga descripción del precario universo femenino: precario por lo absurdo, por el lugar que ocupan los valores humanos; absurdo porque, todavía, las mujeres se duelen de las circunstancias imperantes, cuando ellas –las mujeres– propician este orden de cosas:

                        ¿Cuándo seré amada en los hoteles y en los campos?

                        ¿Cuándo peinaré la melena larga o corta de mis señores?

                        El frasco de pastillas suicidas

                        viajará en mi carne!

                        Habrá un drama hasta en mis calcetines si el impacto y

                        el éter florecen!

                        Ya no resisto los abandonos…

            Pero si Vera Larrosa describe situaciones límites, si se duele del status quo en tanto víctima. Hilda Bautista vuelca su ternura en el candor de una mente bella y fresca. Hilda es clásica en su tono y en su contenido: es intemporal en su propio universo, en su estructuración. Incluso utiliza el soneto para dar salida a la frustración de no tener el manso alivio de otra piel amarga. Sin embargo, en su aparente pasividad, en su entrega a sus formas clásicas, persiste un espíritu que irradia inconformidad. Sólo que aún no quiere, o no desea, destacarlo. Mientras las otras poetas hurgan en las relaciones sexuales la verdad de las cosas, la esencia envuelta en la forma, Bautista pretende visualizar los cómos y los porqués en la inteligencia, en los procesos cognitivos, en los factores del pensar. Para esta artista de la palabra, el elemento racional es el núcleo axiológico de su temática. En este sentido no es raro que derive a una estructura estática como es el soneto endecasílabo, aherrojado en catorce versos y con una consonancia ya muy transitada.



¿Respuesta insatisfecha?



            La interrogante, luego de la observación directa de siete poetas mexicanas, vuelve a cobrar impulso: ¿existe una poesía femenina? Si ello es cierto, ¿cuál es su característica primordial?, ¿cuál su fundamento ideológico?, ¿cuál su expresión? De hecho la poesía femenina en México existe: puede detectarse de inmediato por ese tono de reproche, de crítica respuesta a un esquema cultural propuesto desde siempre por el hombre. Ciertamente, no existe una sensibilidad especial en la mujer, sólo conciencia y lucidez para enfrentarse a los fantasmas interiores y exteriores. Y a todo ello, dicha sensibilidad –retomando el juicio de Isabel Fraire– debe surgir en un contexto histórico determinado, puesto que todo punto de vista artístico, toda expresión, es social (Cf. Op. cit.).

            Recapitulando: existe poesía femenina en México en la medida en que se unifiquen las posiciones y tendencias de las poetas al expresar sus contenidos desde la óptica particular de la mujer, destacando la categoría de lo universal. La humanidad, reflejada por el punto de vista femenino, debe ser un factor insoslayable. Y la honesta lucidez para enfrentarse a sus propios recursos, a su particular y singularizada problemática.





((Publicado originalmente en la revista Plural, nueva época y posteriormente en mi libro Entre las musas y Apolo. Poesía mexicana: presencia y realidad, Grupo Editorial 7, Méx., 1991: 67-82. También en Lugar de encuentro. Ensayos críticos sobre poesía mexicana actual, recopilación de Norma Clan y Jesse Fernández, Edit. Katún, Méx., 1987:.205-217).












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