POESÍA Y ACCIÓN
Óscar Wong
Violencia e impunidad, protesta y
vandalismo. Sociedad contra instituciones. Y odio y exacerbación del ánimo. En
apariencia, el caos –seguramente por falta de reflexión y diálogo– busca
aposentarse en este territorio llamado México. Algo ocurre, entonces, en
nuestro país, cuando a la menor reflexión, a la mínima expresión crítica, se
responde con insultos y con lugares comunes –demostrativos del miedo común que
tienen las personas por falta de pensamiento e incluso los infaltables
“abajofirmantes”, quienes se autoerigen en los detentadores del conocimiento y
de la verdad–. “El debate intelectual se vuelve peligroso cuando sale de
sus límites, cuando ya no sabe dialogar”–destaca Patrick Bouchereon (París, 1965) a Valentina Ortiz, su
entrevistadora (Laberinto No. 593,
Supl. Cult. de Milenio, 25 de octubre
de 2014: 4-5).
El
historiador francés, quien es maestro, investigador y director de publicaciones
en La Sorbona de París y autor del libro sobre la violencia intelectual La palabra que mata (2009) revela: “Yo apoyo el debate vivo. Nos odiamos
cuando no sabemos cómo discutir. Nos matamos cuando dejamos de hablar. Hay una
responsabilidad intelectual en el vivir juntos. Es importante decirlo” (op. cit. : 4) Por ende, la pregunta salta de inmediato: ¿y
qué debe hacer el poeta ante los procesos sociales? La respuesta corresponde, sin
duda alguna, al tamaño de la situación.
“La poesía no tiene por qué
responder a las circunstancias sociopolíticas, pero la poesía en sí misma es
respuesta anclada en el sentir humano, y por tanto, sin adoptar una postura
ideológica, la poesía puede responder –desde su propio ethos– a las dolorosas circunstancias por las que atraviesa la
identidad de toda una cultura. ¿Pero qué puede decir el poeta si sus armas son
el lenguaje” –se interroga Diego José en su ensayo “Poesía contra la
atrocidad”(Confabulario, No. 74,
Supl. Cult. de El Universal, 2 de
nov. de 2014: 6). Y prosigue, recordando el ensayo de Elliot, “La función
social de la poesía” donde se expresa que <<sólo indirectamente el deber
del poeta, como poeta, es para con su pueblo, su deber directo es para con su
lengua: consiste primero en preservarla, y segundo en entenderla y
mejorarla>>.
Cierto: sensibilidad, expresión y
conocimiento crítico, frente a la fragilidad mediática de la realidad. Y
escribir. Y hacerlo bien, es la respuesta. O, como el propio Diego José
explica: “Se trata, dice Seamus Heaney, de <<la necesidad de ser al mismo
tiempo socialmente responsables y creativamente libres>>”. Y prosigue:
“En opinión a quienes suponen la insignificancia del decir frente a los
crímenes de la sociedad y el Estado, la poesía siempre podrá decirnos algo y
reconfortar el duelo, porque si la capacidad de decir es la diferencia específica
de lo humano, tanto más lo es la poesía, un estado de gracia al que aspira la
palabra ordinaria”.
“El poema –precisa Paz en El arco y la lira– no escapa a la
historia, incluso cuando la niega o la ignora. Sus experiencias más secretas o
personales se transforman en palabras sociales, históricas. Al mismo tiempo, y
con esas mismas palabras, el poeta dice otra cosa: revela al hombre” (op. cit.: 189). En tanto ser humano el
poeta se rige por la historia. No puede eludir su tiempo; aunque el poema puede
trascender el tiempo de creación. La reflexión paciana va más allá de su
naturaleza histórica, pues si bien el poema constituye un producto social, la
poesía consagra ese instante creativo y convierte ese transcurrir histórico en
arquetipo.
“El poeta consagra siempre una
experiencia histórica, que puede ser personal, social o ambas cosas a un
tiempo. Pero al hablarnos de todos esos sucesos, sentimientos, experiencias y
personas, el poeta nos habla de otra cosa: de lo que está haciendo, de lo que
se está siendo frente a nosotros y en nosotros. Nos habla del poema mismo, del
acto de crear y nombrar. Y más: nos lleva a repetir, a recrear su poema, a
nombrar aquello que nombra; y al hacerlo, nos revela lo que somos” (Paz, op. cit.: 191)
La
interrogante vuelve: ¿en verdad nos recrea y revela? Javier Sicilia, en “La
verdad poética” (La Jornada Semanal,
No. 1023, 12 de octubre 2014: 15), comenta con justicia: “El racionalismo no
deja de ver a la poesía como una fabulación, es decir, como algo que carece de
realidad. Nada, sin embargo, menos cierto. La poesía es un modo distinto del
conocimiento. Revela algo que está en lo real, pero que no es evidente para la
pura razón y, por lo mismo, o puede ser dicho con el lenguaje de la
demostración. Su objeto no es probar una verdad, sino revelarla en su profunda,
infinita e irreductible ambigüedad. Retomo una conocida nota que Coleridge
escribió hacia finales del siglo XVIII o principios del XIX: <<Si un
hombre atravesara el Paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de
que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano,
¿entonces qué?>> Contra lo que afirmaría un racionalismo extremo:
<<eso es imposible>>, Coleridge, en el condicional con el que
inicia su texto, no sólo dice que lo es, sino que, de realizarse, plantearía un
desafío: <<¿entonces qué>>”.
Sí, la poesía expresa el
conocimiento sensible. Y nos humaniza. Después de todo, constituye “un estado
de gracia al que aspira la palabra ordinaria”. No podemos callar como acto de
resistencia pacífica, como ha hecho Javier Sicilia, pese a su activismo
político, porque “renunciar a la poesía significa claudicar ante la impotencia
y reducir nuestra vital condición humana a la más precaria animalidad”, como indica
Diego José. El lenguaje es el arma del poeta. Y más en tiempos de caos. Usarlo,
y bien, frente a los que desde los partidos políticos, desde sus falsos
caudillismos mesiánicos usan –y mal– la palabra ordinaria.
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